¿LA CULTURA DE LA DEMOCRACIA CONTRA LA DEMOCRACIA DE LA CULTURA?

Mariana Treviño Riojas*, Jorge Francisco Aguirre Sala*

CIENCIA UANL / AÑO 22, No.98 noviembre-diciembre 2019

Aunque parezca paradójico, la democracia también está constituida por la idea del “miedo al pueblo” en prácticas que perpetúan la división de clases y la exclusión de lo popular. En el campo de la cultura, esto se traduce en la construcción institucional de políticas elitistas y desigualdad en el acceso a bienes culturales materiales y simbólicos. La democracia en México no está exenta de estos efectos a partir del proceso “democratizador” de la cultura.

Lo anterior posee una perspectiva descriptiva y no normativa de la democracia. Es decir, acentúa lo que acontece y no lo que debe ser; se centra en la real politik de algunos modelos democráticos modernos que siguen la lógica política de la democracia ateniense y, por ejemplo, emplean mecanismos de exclusión en el acceso a la cultura. Esto es posible so pretexto de ideales universalistas de la cultura que más bien responden a una democracia de élite. A continuación, se explica este proceso antidemocrático de la democracia.

EL “MIEDO AL PUEBLO”

La historia de la democracia muestra su emergencia, desarrollo y decadencia en una temporalidad pequeña y geográficamente localizable. También expone sus contradicciones sobre un ideal universal sintetizado en la expresión “el gobierno del pueblo”. Pero, desde su nacimiento en la antigüedad griega, la democracia ha sido clasista. Emerge como una “expresión de odio” (Rancière, 2012) bajo la máscara de la inclusión, la igualdad y la libertad, pero en realidad sienta sus bases en una teoría antidemocrática que, desde el pensamiento de Platón y Aristóteles, presupone que las mayorías no deberían gobernar porque son ignorantes y sólo atienden su beneficio de manera inmediata. Prueba de lo anterior también fue la circunstancia de la mujer en la historia democrática, la cual, condicionada por la división sexual del trabajo, quedó circunscrita por muchos siglos a la labor doméstica y al espacio privado. Así, en términos organizativos, el papel de quienes detentan el poder público o la representación política –al cuidar la economía, la propiedad y su rango de libertad–, lo ejercen al servicio de las élites en un contexto de grandes desigualdades. La democracia parece no ser democrática.

La Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica es “el ejemplo clásico de este trabajo [democrático] a fin de preservar dos bienes considerados sinónimos: el gobierno de los mejores y la defensa del orden propietario” (Rancière, 2012: 11). Ello es así porque los derechos y las libertades de las personas están condicionadas (en los hechos) por la clase social a la que pertenecen y la mucha o poca propiedad privada que poseen. Además, la visión elitista de la democracia se expresa soterradamente en su noción clásica: un sistema para elegir a aquéllos que mandan y ejercen la voluntad de la mayoría; que no necesariamente es la del pueblo o estrictamente la voluntad de todos (Schumpeter, 1976).

Aunque la democracia evolucionó incorporando el voto de las mujeres, por ejemplo, no por ello deja de temer al pueblo e intenta sujetarlo. Ese miedo, todavía contemporáneo, esboza en México un nuevo orden institucional que veladamente sigue sirviendo a los intereses de las élites.

LA DEMOCRACIA COMO ‘EMBLEMA DE ÉLITE’

La democracia denota autoridad, pues al mismo tiempo es ejercicio y legitimación del poder. Se instrumenta bajo marcos institucionales diseñados en favor de quienes poseen el mando. El discurso democrático esconde una intencionalidad de quienes lo emiten: la materialización de una ideología, el poder de dominio y la desigualdad. Discursos sobre el “gobierno del pueblo”, el “gobierno de todos”, se usan para llevar a cabo acciones y omisiones en favor de algunos pocos. La democracia se convierte en pretexto para beneficio de una oligarquía.

La democracia contemporánea, sobre todo en términos organizativos, funciona con estratos económicos entre funcionarios y opera al servicio de las élites en un contexto de grandes desigualdades. La democracia contemporánea, como la ateniense, no es del todo democrática.

De ello dan evidencia las dificultades regulativas de la democracia en el diseño y operación de las instituciones. A pesar de manifestar pretensiones universalistas, en la práctica se reproducen prácticas excluyentes o discriminatorias. Por ejemplo, la institucionalización estatal de la cultura en México a finales del siglo XX, que en principio obedeció a un ideal nacionalista posrevolucionario, se empezó a matizar en favor de la modernización y la globalización.

Sin embargo, en lugar de abonar a dichas pretensiones democráticas, la gestión oficial del Estado en el campo de la cultura instrumentó, folcklorizó y comercializó masivamente la diversidad y la diferencia de las expresiones culturales, como en el caso de la cultura popular. Es decir, convirtió a la cultura en un objeto para mostrar y no la respetó como forma de vida.

 

EL PROCESO DEMOCRATIZADOR EN MÉXICO Y EL ACCESO A LA CULTURA

El proceso histórico-político democratizador mexicano ha sufrido diversos matices e hibridaciones desde las últimas tres décadas, pero a pesar de esa evolución, buena parte de las instituciones no ha modificado el peso de las élites.

La instrumentalización de la cultura en las políticas culturales implementadas por el Estado mexicano también quedó inmersa en el movimiento democratizador que pretendía erradicar las desigualdades y homogeneizar las diferencias bajo el disfraz de la diversidad. Sin embargo, la idea de diversidad parece un eufemismo alineado a una lógica hegemónica (Doyle, 2008) que, en lugar de preservar y promover las prácticas culturales de las comunidades, las diluye y exotiza bajo mecanismos que reproducen desigualdades. Cuando la cultura se institucionaliza, se hace autoritaria porque impone su modelo pretendidamente válido y limita el acceso, tanto como descarta manifestaciones que no alcanzan el rango de “validez”. En la Constitución Política mexicana, el derecho al acceso a la cultura fue reconocido tardíamente en una ley propia hasta 2009. De ahí que la Ley General de Cultura y Derechos Culturales haya sido promulgada recién en 2017.

Así, la existencia de una nueva ley de protección a la identidad cultural y del derecho de acceso y manifestación a la cultura no es suficiente si el Estado permite o promueve que se viole cuando alimenta la preferencia histórica de la cultura erudita sobre cualquier otra expresión de cultura popular. La desigualdad de acceso a la cultura nace de su noción hegemónica, “de una visión jerarquizante, restrictiva y etnocéntrica de la cultura, con una escala de valores que no es otra que la ‘alta cultura’ de la élite dominante […] pero, además, de una visión naturalmente discriminatoria y virtualmente represiva” (Giménez, 2017:39). La marginación y exclusión cultural se comportan en paralelo con la discriminación de clases. Lo anterior se demuestra en la contemporánea versión neolonesa del emprendedor cultural, cuyas “actividades creativas son condicionadas por la búsqueda de ganancias monetarias y de adquisición de un estatus” (Oliva, 2018: 352).

 

CONCLUSIONES

Las grandes y pequeñas desigualdades deben ser derribadas. La concepción de la democracia contemporánea como “el sistema de gobierno en el que ciertos elementos de la élite, que se apoyan en la comunidad comercial, controlan el Estado mediante el dominio de la sociedad privada” (Chomsky, 2014:7) refleja las paradojas, sino es que las hipocresías, de la democracia, donde se enseña cultura y al mismo tiempo se reproducen prácticas antidemocráticas respecto a la misma.

Finalmente, la auténtica cultura de la democracia debe impulsar la democracia de la cultura. Porque la cultura es la manifestación del modo de ver, sentir, pensar, actuar y ser-en-el-mundo de cara a un proceso identitario. En una palabra, vivencias y creaciones que están más allá del análisis científico, estético o académico que alcanzan a ser sólo aspectos descriptivos del mundo de la vida.

Así, en la medida que la cultura de la democracia impulse la democracia de la cultura, se evitarán las contradicciones descriptivas de las democracias antiguas y modernas respecto a la exclusión, la división de clases, la desigualdad y la normatividad con pretensiones de universalidad única. Sólo incorporando el vasto abanico de culturas populares se cumplirá el propósito de la normativa: instituciones con horizontes más horizontales y democracias más democráticas.

* Universidad Autónoma de Nuevo León.
Contacto: mariana.riojas@gmail.com

REFERENCIAS

Chomsky, N. (2014). La (des) educación. Barcelona: Planeta.
Doyle, M. (2008). La “cultura afirmativa”: un mecanismo de construcción de hegemonía. Anagramas, Rumbos y Sentidos de la Comunicación. 7(13): 181-196.
Giménez, G. (2017). El retorno de las culturas populares en las ciencias sociales. México: UNAM.
Oliva, J. (2018). El concepto de capital cultural como categoría de análisis de la producción cultural. Análisis. 50(93): 337-352.
Rancière, J. (2012). El odio a la democracia. Buenos Aires: Amorrortu.
Schumpeter, J. (1976). Capitalism, Socialism and Democracy. Londres: George Allen and Unwin.