PROBLEMAS Y POSIBILIDADES DE LA DEMOCRACIA: HACIA UNA DEMODIVERSIDAD DE ALTA INTENSIDAD

Miguel Ángel Ramírez Zaragoza*

CIENCIA UANL / AÑO 23, No.101 mayo-junio 2020

La democracia es una forma de gobierno (estructura jurídica y régimen político) y un sistema o forma de vida fundada en el constante mejoramiento (económico, social y cultural) de la población para acceder a una mejor calidad de vida. Así la define, en términos generales, el artículo tercero de nuestra Constitución¹, para hacer énfasis en que más allá de un procedimiento para tomar decisiones y elegir a nuestros representantes, cuestión por demás importante para la organización política de una sociedad, la democracia tiene un fin y un sentido social. Esto nos pone en la vieja discusión de adjetivarla como procedimental o como sustantiva, sin que pareciera existir la posibilidad de una visión conjunta. Otra forma tradicional de dividirla es anteponer a la democracia representativa la democracia directa. Ambas distinciones o contraposiciones se basan en una visión liberal que ha sido hegemónica, sin embargo, es no sólo posible, sino incluso necesario, considerar a la democracia de una forma más plural e incluyente en donde, por ejemplo, pueda considerarse que tanto su dimensión procedimental como sustantiva son importantes y se complementan; de la misma manera, una posición más abierta nos podría llevar a plantear la posibilidad de establecer una democracia participativa que incluya la representación política y la participación directa de los ciudadanos. Esta visión forma parte de un planteamiento novedoso que se denomina demodiversidad² y que puede ser entendida en primera instancia como la necesidad de reconocer y respetar a la diversidad en todas sus manifestaciones dentro de una sociedad (lo que se considera una especie de condición mínima para la existencia de la democracia); mientras que, en un segundo momento, la idea de demodiversidad apunta a reconocer que existen diversas formas de entender y practicar la democracia (Cfr. Santos, 2014; Santos y Mendes, 2017; Ramírez, 2013).

Uno de los campos sociales que Boaventura de Sousa Santos (2012) propone en su sociología de las ausencias y las emergencias es el de las experiencias de democracia donde se expresan los diálogos permanentes y los conflictos posibles entre dos modelos antagónicos de democracia, el modelo hegemónico (protagonizado por la democracia representativa liberal) y la democracia participativa (ejemplificada por el caso de los presupuestos participativos o las formas de deliberación comunitaria) (Cfr. , p. 134). El antagonismo entre ambos tipos de democracia no implica que sean irreconciliables, al contrario, entre más diálogos y acercamientos existan entre ellos se puede ir construyendo una democracia más efectiva, de mayor calidad e intensidad. Se necesita un ejercicio de traducción entre los dos modelos en sus dimensiones “disponibles” o reales y las posibles o inexistentes, pero que tienen un horizonte de posibilidad. Ese ejercicio de traducción implica un conocimiento y un acercamiento entre los saberes y las prácticas de ambas experiencias democráticas. El caso de las comunidades autónomas zapatistas con la creación de sus Juntas de Buen Gobierno y sus Municipios Autónomos Rebeldes es un claro ejemplo que nos permite ver la manera en cómo en un mismo espacio social se combinan formas democráticas de representación y democracia directa.

Para el mismo Santos (2014), en los últimos treinta años hemos asistido a una pérdida de la demodiversidad (o diversidad de la democracia), en muchas partes del mundo, debido al predominio de la “monocultura del neoliberalismo” y de la “democracia electoral”. La “multiplicidad” de formas de democracia han sido suplantadas (por) o limitadas a la “democracia representativa” (p. 126). Si bien la democracia representativa ha sido importante para los procesos de democratización, no ha sido suficiente, sobre todo en la medida en que se ha visto sometida a los intereses de los “grupos sociales dominantes” y ha dejado de ser un instrumento para el empoderamiento de las “clases populares” (Santos, 2014: 126). No obstante, a la par que los grupos sociales dominantes han intentado apropiarse de la democracia representativa, las clases populares han intentado hacerla suya para usarla a favor de los intereses de la mayoría, generando en el proceso “innovaciones democráticas”, ya sea por la propia “vía institucional” o por la vía “extrainstitucional”, confiriéndole una importancia decisiva a la “participación de los ciudadanos” (Santos 2014:126).

De esta manera, “[…] democratizar el mundo significa complementar la democracia representativa con la democracia participativa. Una relación tensa, pero virtuosa, entre las dos formas de democracia aumenta la posibilidad de defender la democracia representativa del secuestro por parte de intereses poderosos, al mismo tiempo que se le confiere una mayor eficacia a la democracia participativa” (Santos, 2014: 126). Ello implica el necesario establecimiento de un diálogo intercultural (Santos, 2012) entre ambos tipos de democracia, así como entre sus principales actores protagonistas. Para Santos (2014): “Sin la participación más densa y comprometida de los ciudadanos y de las comunidades en la dirección de la vida política, la democracia continuará siendo rehén de la antidemocracia, esto es, de intereses que generan mayorías parlamentarias a su favor en contra de la mayoría de los ciudadanos” (p. 127). De ahí la importancia de combinar la vida democrática en las instituciones, como las elecciones o los partidos políticos, con acciones fuera de las instituciones, como las protestas y los movimientos sociales. En ambos casos hay prácticas democráticas que se complementan dentro de la esfera de la demodiversidad.

Una visión crítica y plural de la democracia implica la necesidad de superar la visión liberal dominante de la política y de la democracia que nos ha llevado a una “democracia de baja intensidad”, con una “ciudadanía restringida”, donde se ha arraigado la idea de que “[…] las instituciones democráticas deberían protegerse de la rebelión de las masas, de la movilización extrainstitucional de las clases populares” (Santos, 2014: 127). Esto es, la democracia liberal representativa debe dejar de tenerle miedo a los ciudadanos, a los demócratas, léase a la democracia participativa, al tiempo que los ciudadanos que participan más desde los movimientos sociales, por ejemplo, deben recuperar la importancia de las elecciones y otros mecanismos de la democracia representativa para utilizarlos en favor de sus intereses.

La política es asunto de todos, es una actividad pública que nos involucra en la medida en que tiene que ver con la toma de decisiones colectivas de carácter vinculante para la satisfacción de necesidades y la solución de los conflictos dentro de una sociedad (Vàlles, 2007), de ahí que se tienen que superar ideas como la de que la política es asunto de unos cuantos, de una élite, ideas como las de que a los ciudadanos no les interesa la vida política o que sólo deben participar en las coyunturas electorales. Esto contribuye a pasar a una idea de política democrática donde entre más participación e involucramiento de los ciudadanos en los asuntos públicos exista, utilizando mecanismos de democracia representativa y democracia directa, más posibilidades hay de tener una “democracia de alta intensidad”, en la que también se supere la idea (o mito) de que los asuntos políticos se han vuelto demasiado complejos “como para poder estar al alcance de los ciudadanos comunes” (Santos, 2014: 127).

Partimos, entonces, de la idea de que la demodiversidad implica considerar que existen formas distintas de concebir y practicar la propia política, y por ende la democracia misma, y de que los medios, los lugares y los instrumentos de la democracia son plurales y diversos, a veces contradictorios, pero necesariamente complementarios. Es el caso concreto de la coexistencia de actores como los movimientos sociales y los partidos políticos que han sido actores centrales en el proceso de cambio político en México. En una visión de la demodiversidad ambos actores son complementarios antes que excluyentes.

Ante el fracaso de la democracia representativa y la crisis a la que se enfrenta en varias partes del mundo (incluido México), se han levantado voces acerca de que además de la posibilidad de refundar esa democracia representativa sobre otras bases –fortaleciéndola con mecanismos de democracia directa que la hagan más efectiva–, se tiene que tomar en cuenta la acción de otros actores colectivos como los movimientos sociales para construir una democracia radicalmente distinta. En nuestro país ha sido evidente la acción a favor de la demodiversidad que han hecho movimientos como el de los estudiantes en 1968 y el zapatismo a partir de 1994 (Cfr. Ramírez Zaragoza, 2016; 2018). Santos (2014) afirma que en cierta medida “[…] el futuro de la democracia […] está en manos de los movimientos sociales que han venido indignándose contra ese estado de cosas, ocupando las calles y las plazas, ante la constatación de que la democracia institucional está ocupada por intereses minoritarios y antidemocráticos, y exigiendo una democracia real y verdadera” (p. 20).

Esa democracia “real y verdadera” debe ser radical en el sentido de contribuir a una transformación social y cultural que contribuya a modificar las relaciones de género, a romper con las relaciones clientelares y corporativas, a construir una ciudadanía activa y consiente, a generar mecanismos de redistribución de la riqueza y de los recursos (una igualdad económica y social que vaya más allá de la igualdad política y jurídica que otorga el estatus de ciudadanía formal), a dar validez y reconocimiento a las distintas formas de pensar y entender la democracia misma y a debilitar lo más que se pueda el poder del capitalismo (Santos, 2014: 261-262). Entonces la democracia tiene que ver tanto con la forma en que se toman las decisiones colectivas, cuáles son sus procedimientos y quiénes tienen derecho a participar (democracia formal), así como con una serie de principios y valores dentro de los cuales destaca la igualdad (democracia sustancial o sustantiva), pues se espera que esas decisiones se traduzcan en mejores condiciones de vida de la colectividad que contribuyan a la reducción de las desigualdades sociales y económicas (Cfr. Bobbio, 2006: 221-222).

Esto tiene que ser complementado con el reconocimiento de nuestra nación como una nación multicultural, así como de la diversidad existente en la sociedad en todos los ámbitos posibles (sexual, ideológica, religiosa, étnica, etc.); asimismo, necesitamos una visión que vaya más allá del individualismo liberal y que considere la colectividad como elemento central de la convivencia humana, como en el caso de los derechos colectivos que sean sustento de una nueva democracia y complemento de los derechos humanos de carácter individual. Esto fortalece la democracia e incrementa la demodiversidad misma (Cfr. Ramírez, 2017).

El contexto político y la coyuntura nacional abren una oportunidad para construir una nueva relación Estado-sociedad que permita generar una sinergia en la solución de problemas mediante la participación de la ciudadanía organizada. En este sentido, se necesita construir una especie de democracia colaborativa, es decir, una democracia que implique la toma de decisiones colectivas para mejorar las condiciones de vida de la población, que se base en la colaboración y el apoyo mutuo entre los ciudadanos –y otros actores sociales– y el Estado –y otros actores político-institucionales–. La democracia es asunto de todos, y como tal no es un hecho dado o estático, sino un fenómeno sociopolítico en constante construcción y en permanente movimiento. Asimismo, se debe tomar en cuenta que históricamente han existido diversos modelos de democracia que nos permiten entender el proceso de transformación de esta forma de gobierno y de gestión de los problemas públicos y políticos de una sociedad, así como para la solución de la conflictividad propia de la vida social. A este respecto, cabe citar a Josep Vàlles (2007), para quien un tipo ideal de democracia “se traduce en una forma de gestión de los conflictos que observa tres condiciones fundamentales”:

  •  la atribución de la capacidad de hacer política a todos los miembros de la comunidad, sin reservarla a categorías de ciudadanos seleccionados por su nacimiento, su clase o su profesión, su competencia técnica, su tendencia ideológica, su etnia, su religión, su lengua, etc.;
  • el acceso libre e igual a los medios de intervención política por parte de todos los medios interesados de la comunidad, sin obstáculos ni privilegio para ninguno de ellos;
  • la toma de decisiones que respondan a las preferencias de la mayoría de los ciudadanos […] (p. 103).

Bajo este esquema, lo que necesitamos construir es una política democrática basada en nuevos principios y valores, una democracia con demócratas que también necesitará un Estado de y para la democracia, un Estado que sea agente del bien público y que contribuya a la reducción de las grandes desigualdades, así como al ejercicio de los derechos de ciudadanía (O’Donnell, 2007).

La consolidación de la democracia representativa va más allá de instituciones fuertes, de elecciones limpias y confiables, de la alternancia partidista en el poder o de la existencia y transformación de los partidos políticos como actores centrales, por mencionar algunos temas fundamentales; por el contrario, tiene que ver también con el hecho de que esas instituciones funcionen con transparencia y siempre a favor de los ciudadanos, con la erradicación de prácticas fraudulentas y el uso faccioso de las instancias electorales, con garantizar el respeto a la mayoría, pero también a las minorías políticas, así como con la existencia de partidos en los que el poder sea un medio de transformación y no un fin en sí mismo.

Es necesario abrir una discusión entre las formas institucionalizadas de participación política y las formas no institucionalizadas, necesitamos verlas también como necesarias y complementarias antes que como antagónicas o irreconciliables. De esta manera se puede ir construyendo una demodiversidad de alta intensidad que permita edificar una sociedad más justa e igualitaria.

 

* Universidad Nacional Autónoma de México.
Contacto: marz@politicas.unam.mx

 

REFERENCIAS

Bobblio, N. (2006). Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política. México: FCE.
O´Donnell, G. (2007). Hacia un Estado de y para la Democracia. En Democracia, Estado y ciudadanía. Hacia un Estado de y para la democracia en América Latina . Lima, Perú: PNUD.
Ramírez, M.A. (2013). Democracia, interculturalidad y vida cotidiana. Aproximaciones desde el pensamiento de Boaventura de Sousa Santos. HistoriAgenda Revista del Colegio de Ciencias y Humanidades-UNAM . 27(22): 33-40.
Ramírez, M.A. (coord.) (2016). Movimientos sociales en México. Apuntes teóricos y estudios de caso. México: UAM-A/RMEMS/Conacyt/Colofón.
Ramírez, M.A. (2017). Democracia y liberalismo: un debate sobre la igualdad, la diversidad y la participación. Élites y Democracia. Revista de Ciencia Política y Comunicación. 6(13): 89-98.
Ramírez, M.A. (coord.) (2018). Movimientos estudiantiles y juveniles en México: del M68 a Ayotzinapa. México: RMEMS/Conacyt.
Santos, B. de S., y Mendes, J.M. (eds.) (2017). Demodiversidad. Imaginar nuevas posibilidades democráticas. México: Akal.
Santos, B. de S. (2014). Democracia al borde del caos. Ensayo contra la auto flagelación. México: Siglo XXI.
Santos, B. de S. (2012). Una epistemología del sur. México: Siglo XXI.
Vallès, J. (2007). Ciencia política. Una introducción . Barcelona: Ariel.