El control estatal de la pobreza a través de la informalidad urbana

Marco Antonio Aranda Andrade*

CIENCIA UANL / AÑO 21, No.92 noviembre-diciembre 2018

Es un hecho bastante conocido que el crecimiento de las ciudades en los países periféricos se ha caracterizado por la falta de planeación y por lo que se cataloga como crecimiento informal, asociado a la pobreza, la precariedad y a lo que se identifica como fallos del Estado y del mercado para garantizar tanto el acceso a la vivienda (a la propiedad) como a los servicios por parte de las clases populares. Hacia la segunda década del nuevo milenio, la ONU estimó que alrededor de 880 millones de personas en el mundo vivían en asentamientos informales (Banco de Desarrollo de América Latina, 2017). Ciudades de tamaño medio como Monterrey, que forman parte de la tendencia acelerada y predominante de crecimiento urbano en el planeta (OCDE, 2105), atestiguan también este hecho.

El objetivo del presente texto tiene que ver con explicar la lógica de los esfuerzos estatales por contar, conocer e intervenir lo que se cataloga como asentamientos informales, asociados a la ilegalidad con respecto al régimen de propiedad dominante que es legitimado y sancionado por el Estado (Neira, 1990). Tanto en la ciudad de Monterrey como en otras urbes del mundo, el Estado busca ordenar la vida de las poblaciones asentadas en un territorio mediante la estigmatización, la invisibilización o la movilización conveniente de personas con el fin de legitimar a este aparato como garante de la vida y del orden. Destaca, asimismo, que los planes y las acciones estatales orientadas al control de estas poblaciones van de la mano con otro tipo de intervenciones privadas por parte de un sinnúmero de actores que conforman y afirman el régimen de hipervisibilidad bajo el que se ha colocado a las poblaciones populares depauperadas.

Con este propósito en mente, a continuación, señalaremos algunas precisiones teóricas cuya pertinencia será ilustrada, posteriormente, con ejemplos empíricos provenientes de comunidades de la ciudad de Monterrey catalogadas bajo el término informal.

CONTROLAR A LAS CLASES POPULARES

Uno de los actos centrales para conformar y sostener a los estados modernos como proyectos de dominación urdidos por una alianza predominante de clase (Bourdieu, 2014; Roy, 2011), tiene que ver con el conocimiento exhaustivo de la población y del territorio que ella habita. Los levantamientos de censos y padrones, la implementación de planes y políticas, la elaboración de múltiples informes y la realización de estudios extensivos son ejemplos que complementan aquellos esfuerzos que se pueden ver en las acciones tomadas para conocer a profundidad los elementos físicos, geológicos, geográficos, bióticos, acuíferos y de otro tipo que corresponden a la producción de un saber territorial comandado desde arriba, en el cerrado techo de la pirámide social. James Scott (1998) ve esta serie de esfuerzos como una operación de ordenamiento administrativo de la sociedad y de la naturaleza cuyo fin es dar legibilidad a estos elementos con el propósito de control. El autor señala que estas operaciones responden a un esfuerzo de ingeniería que en la modernidad se ha apegado a criterios de racionalidad y conmensurabilidad que sustentan la visión del progreso científico y tecnológico con fines de dominio.

Desde esta perspectiva, el Estado se puede entender como una máquina que captura, norma y que se arroga el derecho a realizar excepciones en las poblaciones y territorios que gobierna. Por supuesto, esta entidad no es un monolito impermeable que flota sobre la vida de las personas, sino que es una realidad construida a través de una organización compleja de instituciones y prácticas cuyo propósito central es crear esa ficción de unidad, solidez e impermeabilidad (Mitchell, 2015). El Estado se comprende como una ficción que atribuye unidad moral e independencia a lo que en realidad son prácticas de gobierno desunidas y renegociadas constantemente (Abrams, 2015). Esa alianza de clases dominantes que emprende la construcción de esa ficción mediante la negociación ininterrumpida usurpa y monopoliza el poder de nombrar, de producir etiquetas y puntos de vista legítimos que se imponen como universales (Bourdieu, 2014). En general, de lo que se trata es de simplificar y estandarizar lo que escapa a esa universalidad: lo local, lo complejo, lo desordenado, lo ilegible, con el propósito de extraer diferentes formas de valor de los seres vivientes y del lugar en el que habitan. La estandarización y la oficialidad son en realidad principios de orden y captura echados a andar como un proyecto de dominio.

Pero, así como el dominio estatal regula modos de pertenencia jurídica, también comanda formas de exclusión e invisibilización de lo que se dice va en contra de las normas y prácticas que el Estado reconoce como legítimas; es decir, el Estado también produce o mantiene desorden para generar formas de control. Lejos de estar abandonadas a su suerte, las poblaciones informales o ilegales catalogadas así por este aparato, que contribuye más a su pauperización, se encuentran, asimismo, saturadas de poder; la vida de muchas personas está sujeta a mecanismos de destitución, desposesión y desplazamiento (Butler, 2009).

GOBIERNO DE LA POBREZA

Uno de los efectos más importantes del poder del Estado es que produce la creencia generalizada sobre la necesidad del mismo Estado (Bourdieu, 2014). Sea como un rival al que se le exige, como un intermediario al que se acude o como algo que no tiene por que estar, el Estado se piensa como un requisito naturalizado que se basa en el imperio de la ley, de la coerción y de la defensa, en la modernidad, de la gran propiedad. Desde hace algunos siglos, con el dominio mundial del capitalismo, la actividad económica se presenta cada vez más como el modelo ideal del comportamiento humano y como el pretexto para lograr una supuesta coexistencia armoniosa (Taylor, 2006). El Estado, mediante la defensa y la garantía legal y coercitiva a dicha actividad, se convierte en un aparato central para garantizar no sólo el control de la población y del territorio, sino de la extracción de su valor económico. El Estado se plantea, pues, como una necesidad de orden también en este terreno.

Como productor de orden mediante etiquetas, el Estado posiciona. Las poblaciones depauperadas por un sistema que ha acentuado la desigualdad durante varios siglos son fijadas también por este aparato de dominación. Las poblaciones pobres sirven para muchas cosas en este ordenamiento general. Cuando el Estado no excluye, invisibiliza o castiga a las poblaciones depauperadas basado en un criterio racial y de clase que busca mantener a la población en pobreza fuera de lo social, les usa de manera conveniente para legitimar su razón de ser (como la ficción moderna necesaria para lograr la paz, la seguridad y el bienestar, por ejemplo), o para ponerlas al servicio de las clases económicas dominantes con el fin de destinarlas a producir para el mercado o a reproducirse, cuando el trabajo predominantemente femenino del cuidado se usa para asegurar la fuerza de trabajo manual o creativo.

En este ordenamiento de uso conveniente y expulsión, las normas y las prácticas asociadas a la informalidad y, por ende, a la ilegalidad, cobran una centralidad notable. Los y las pobres, en la modernidad, se han pensado como los enemigos número uno de la propiedad privada (Hardt y Negri, 2011); hay que mantenerlos a raya, como amenazas internas, peligrosas, siempre necesarias de vigilancia y contención. El miedo a las poblaciones pobres, que se esconde bajo un odio racial y de clase exacerbado que sostienen las clases dominantes, se combina con esta necesidad permanente de uso, de empleo para el trabajo sucio, indigno o desagradable (Appadurai, 2007). Lo desordenado, lo indeseable o lo no gobernable es empujado fuera de los márgenes de lo permitido (Das, 2011), remitido a limbos sociales y jurídicos que funcionan a manera de reservas permanentes de valor económico o político, tal y como se observa en las ocupaciones para el trabajo informal a destajo o en la composición ilegal de clientelas políticas. En breve, veremos que la ciudad de Monterrey presenta réplicas de la operación de este aparato de dominio que funciona con dispositivos de control poblacional y territorial de uso conveniente y expulsión, de reserva de valor político y económico.

EL CONTROL DE LA POBREZA INFORMAL EN LA CIUDAD DE MONTERREY

Como parte de un panorama general, que comprende al menos México y América Latina, se observa que la desigualdad es producida por el Estado y el capital para generar privilegios de minorías basados en la exclusión de millones de personas de sus derechos básicos. Se sabe que la marginación produce inseguridad, fragmentación, estigmatización y penalización de la pobreza (Álvarez y Delgado, 2014; Dubet, 2015). El manejo conveniente de la pauperización, se señala, contribuye a los fines de cierto tipo de economía política (Wacquant, 2014). En un recuento de investigaciones sobre el tema de la informalidad y la pobreza (Aranda, 2018), se ha evidenciado que lo artificial de la separación entre informal y formal remite a la protección estatal del estatus quo en detrimento de las poblaciones pobres. Como parte del manejo de estas poblaciones confinadas a situaciones de ilegalidad, los entes estatales o se encargan de ellas mediante medidas bienestaristas cuyo fin es desarticular la potencial protesta popular, o las criminalizan e invisibilizan a través de su exclusión de la escena pública (Wacquant, 2014).

Ser empobrecido, entonces, se traduce muchas veces en distintas formas riesgosas de vivir en la ilegalidad, más en una ciudad que cuenta con uno de los niveles de distribución del ingreso más desigual en América Latina: Monterrey. La pauperización de miles de personas ha causado en ella el repunte de la inseguridad, del abuso policíaco, del hacinamiento, de la privación de servicios públicos, de la falta de arraigo y del estigma (Sandoval, 2008). Esto afecta directamente el ejercicio de los derechos civiles, políticos y sociales básicos. Los intentos de distritación con tintes gentrificadores que han puesto en los últimos años en la ciudad a territorios enteros bajo el interés de la especulación inmobiliaria, acentúan las tendencias de expulsión y desposesión urbanas en las que habitan las clases populares.

La ciudad de Monterrey, como la mayoría de las del orbe, ha crecido a ritmos acelerados durante las últimas décadas. Los asentamientos humanos informales han sido producidos por causas de expulsión diversas. Después de la segunda mitad del siglo XX, el incremento de estas poblaciones dio paso a los primeros intentos estatales de conocimiento exhaustivo y control de las personas, así como de sus formas sociales de organización del territorio. Instancias estatales como Corett y Fomerrey, junto con una creciente implementación de políticas, abrieron el camino al control de lo que a ojos del Estado fue catalogado como ilegal, desordenado y, en cierto sentido, indeseable, aquello que estropeaba la búsqueda por consolidarse como una metrópoli entre las mejores del mundo. Al mismo tiempo, el uso conveniente de estas poblaciones se tradujo, al igual que en América Latina, en la composición de clientelas políticas, así como en mano de obra barata para las actividades económicas de la urbe. La persecución de la extracción de valor de estas poblaciones y territorios se pensó con rapidez con miras en ampliar las bases para la recaudación de impuestos y para la (re)activación del sector inmobiliario, por ejemplo.

De acuerdo con los datos recabados por Cabrera (2014), al comienzo de la presente década, la ciudad contaba con poco más de 220 asentamientos cataloga- dos como informales. Al revisar los datos que fueron producto de una investigación de dos años en tres comunidades relacionadas con la categoría de informal realizada por quien esto escribe, se observan los intentos estatales y de otros segmentos dominantes de la sociedad por capturar y controlar a esas poblaciones y territorios, actos emprendidos por múltiples vías, paradójicamente, legales e ilegales. Entre los legales se encuentran el diseño e implementación de planes de desarrollo; la elaboración de leyes concernientes a la propiedad de la tierra o a los asentamientos humanos; la realización de mediciones y empadronamientos federales, estatales y municipales; la implementación de programas sectoriales, de apoyo, de regularización, de introducción de servicios, de certificación, de atención a la pobreza, de colaboración económica con universidades y empresas; la imposición y vigilancia de lineamientos urbano territoriales y ambientales; el trazado de proyectos de urbanización; la elaboración de registros nacionales, entre otras tantas que también se pueden observar si se busca en la amplia bibliografía sobre el tema.

La dedicación exhaustiva que desde el Estado se ha logrado para conocer y controlar a las poblaciones pobres e informales se observa, concretamente, en los planes y programas rectores en materia. Desde instancias federales como el Coneval o la Sedesol, la invención de criterios para gestionar la pobreza pasa no sólo por la activación de una red de instancias estatales amplia, sino también por la generación de indicadores que cubren la medición sumamente racionalizada de aspectos definidos, por ejemplo, como carencias en salud, educación, seguridad social, vivienda, alimentación o ingresos. En efecto, las necesidades atribuidas a estas poblaciones salen de comités tecnificados que las hacen depender de bienes y servicios cuya satisfacción, se sostiene, generará desarrollo y prosperidad (Illich, 1996). Un sesgo productivista –poner a las poblaciones pobres a trabajar– opera en acciones destinadas a incentivar el empleo y la incorporación a la vida económica, social y cultural del Estado, medidas pensadas como mecanismos para erradicar la exclusión, según reza la Ley de Desarrollo Social del estado de Nuevo León vigente. Que el Estado busque la participación de las y los pobres en el desarrollo social incluye una visión ligada al mérito y a la responsabilidad personal. La garantía y el disfrute de los derechos va de la mano siempre con la intervención estatal orientada a mejorar la producción de su población.

En lo tocante al conocimiento y control del territorio, la legalidad que permite a las poblaciones asentarse correctamente y producir, pasa por la definición exhaustiva de áreas urbanizables, no urbanizables, rurales o naturales; tipos y usos de suelo y formas de habitar. En la Ley vigente de Desarrollo Urbano del estado de Nuevo León, por ejemplo, la mención explícita a las normas cubre un conjunto sumamente detallado de requisitos –cuya inobservancia es responsabilidad de la ciudadanía– relativos a acreditaciones, registros, certificados, pagos y censos necesarios para la regularización, sin olvidar la mención de sus respectivas sanciones e impedimentos. Conocer y proveer información no es sólo obligación del Estado, sino también de la ciudadanía, incluida la pobre. Las alianzas estratégicas que dicha ley prevé con empresas, gobiernos, instituciones financieras e inversionistas pueden extender su campo a la atención y gobierno de esos territorios con el fin de extraer valor.

En las últimas décadas, como en otros lados, además de la búsqueda constante de estas alianzas, se observan acciones encaminadas a fomentar el emprendedurismo local, la responsabilidad social y corporativa, así como la acción colectiva comunitaria en estos asentamientos (Landesman, 2017). La acción de ONG en los asentamientos estudiados, ubicados en los municipios de Guadalupe, García y Santa Catarina, tiende a plegarse a estas directrices, exigiéndoles a las poblaciones esfuerzos individuales y comunitarios para obtener lo que por ley debería ser un derecho adquirido: vivienda, educación o salud. La misma narrativa de los derechos se observa en los planes y programas de los tres niveles de gobierno, derechos que la gente tiene impedidos o condicionados como producto del sistema económico y de la invisibilización o uso conveniente del Estado y del sector privado.

Categorías propias del Estado neoliberal que se persigue sean legítimas, como las de resiliencia, sustentabilidad, productividad, seguridad e inclusión, se movilizan en cada norma y acto de intervención con miras a cumplir metas, acreditaciones y exigencias públicas y privadas de orden. La focalización de programas con pretensión universal, el despliegue militar y policíaco en las comunidades y la intervención de organizaciones civiles se encuentran atenidas a la observancia de procedimientos estandarizados cuyo incumplimiento vuelve a situar a las personas fuera de la ley o del derecho adquirido, provocando estados de inseguridad personal y comunitaria permanentes. Para terminar, señalamos que este régimen de hipervisibilización al que la producción académica también contribuye, satura aún más de poder la vida de poblaciones y espacios a los cuales no se les deja de exprimir la vida para obtener ciertas formas de valor como producto de la captura estatal y mercantil.

 

* Universidad Autónoma de Nuevo León.

Contacto: aranda.estudios@gmail.com

 

 

REFERENCIAS

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