Las casas de Pita Amor
Armando V. Flores Salazar
CIENCIA UANL / AÑO 21, No.91 septiembre-octubre 2018
Un día impreciso de 1945, la capitalina Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein, mejor conocida en el ámbito artístico de la danza, el teatro y el cine como Pita Amor, en el descanso de un ensayo, escribió con su lápiz de cejas sobre una servilleta de papel: “Casa redonda tenía de redonda soledad, el aire que la invadía era redonda armonía de irrespirable ansiedad”; la leyó pensativa y sonriente, la resguardó en su bolso de mano y una vez más, como tantas otras, sonriendo para sí misma se sintió única.
Su escasa y accidentada educación primaria en colegios religiosos –incluyendo el de las Damas del Sa- grado Corazón en Monterrey–, estaba siendo rebasada por su insaciable avidez a la lectura, a toda hora, diurna y nocturna, en la abundada y cómoda biblioteca familiar. Luego, el poema de cinco versos en una estrofa fue ampliado a tres estrofas y lo dejó completo de la siguiente manera:
Casa redonda tenía
de redonda soledad:
el aire que la invadía
era redonda armonía
de irrespirable ansiedad.
Las mañanas eran noches
las noches desvanecidas,
las penas muy bien logradas,
las dichas muy mal vividas.
Y de ese ambiente redondo,
redondo por negativo,
mi corazón salió herido
y mi conciencia turbada.
Un recuerdo mantenido:
redonda, redonda nada.
Meses después, el 16 de septiembre de 1946, irrumpe en al ámbito literario capitalino como escritora con un poemario armado con 25 textos, sin títulos, sólo numerados del I al XXV, con versos agrupados de una a tres estrofas, formateados en décimas –diez versos octosilábicos rimados–, dedicado a C.S. de A., su madre, con poco tiempo de fallecida, y al que le dio por título: Yo soy mi casa.
El tiraje de 150 ejemplares artesanales, numerados, apareció bajo el sello de Alcancía, la editorial no comercial al cuidado de Edmundo O ́Gorman y Justino Fernández. El ejemplar número 3 se lo dedica manuscrito para Alfonso –Reyes–, uno de sus mentores y defensores literarios.
En Yo soy mi casa destacan la poesía como modo de expresión, la casa como andamiaje temático y la autoría femenina. Como la mayoría de la obra poética de trasfondo ontológico y lectura connotativa, los referentes arquitectónicos en la obra como habitaciones, techos, ventanas o escaleras, esbozan analogías de la casa como útero, como refugio, como fortaleza, como laberinto, como cárcel o como tumba. Así las referencias arquitectónicas, más que ninguna otra, se evidencian ostensibles en el texto, como se aprecia en las siguientes estrofas:
Y al decir casa pretendo,
con simbolismo expresar,
que casa suelo llamar
al refugio que yo entiendo
que el alma debe habitar (poema X).
Escaleras sin peldaños
mis penas son para mí,
cadenas de desengaños,
tributos que al mundo di (poema V).
Ventana de un cuarto abierta;
cuánto aire por ella entraba,
y yo que en el cuarto estaba
a pesar que aire tenía
de asfixia casi moría
que este aire no me bastaba,
porque en mi mente llevaba
la congoja y la aflicción
de saber que me faltaba
la ventana en mi razón (poema XXI).
En una casa habitada
que techos blancos tenía,
y en ella un ser se moría
y su muerte me mataba.
A la calle yo salía
y aunque techos no miraba,
a ese ser yo recordaba
y su recuerdo me hundía,
haciendo que su agonía
en muerte se eternizara (poema XXV).
Guadalupe Amor en éste su primer poemario –y luego en los subsecuentes– explora y comparte sus angustias existenciales de soledad, egoísmo, vanidad, muerte, religión; en su escenario más íntimo y personal: la arquetípica casa infantil y familiar.
Guadalupe o Pitusa o Pita, la hija menor del matrimonio Amor Schmidtlein, nació el 30 mayo de 1918, bajo el signo dual de géminis –cuando la ciudad de México aún vivía la euforia de la Revolución y la recién proclamada Constitución Política de 1917–, en una amplia y señorial casona en la calle Abraham González, número 66 –entre Lucerna y General Prim–, de la céntrica colonia Juárez. Se formó en el seno de una como otras tantas familias de poderosos aristócratas, generadas en el Segundo Imperio Mexicano, muy cercanos al general Porfirio Díaz, despojados de sus latifundios rurales y sus propiedades urbanas por el nuevo orden revolucionario y en mortificante espera de cambios políticos a su favor que nunca se sucedieron.
Ya encumbrada y reconocida en el mundo literario por su producción poética sostenida, Pita Amor vuelve sobre el tema de la casa, ahora como metáfora, en tanto las semejanzas entre la decadencia física del objeto y el desasosiego del sujeto que la habita. El Fondo de Cultura Económica, su nueva casa editorial, le publica en 1957 su primera obra en género narrativo que media entre novela, memoria y autobiografía, repitiendo el título primigenio de Yo soy mi casa, y conectando ambas obras por el uso de estrofas de la primera como epígrafes de la segunda. El primer epígrafe encadena y determina la atmósfera confesional: Casa redonda tenía / de redonda soledad:/ el aire que la invadía/ era redonda armonía/ de irrespirable ansiedad/ y el último, la dimensión simbólica del lenguaje usado: Al decir casa pretendo expresar/ que casa suelo llamar/ al refugio que yo entiendo/ que el alma debe habitar.
Divide el texto en 42 apartados titulados con las partes funcionales que conforman la casa: “La recámara de mi madre”, “La recámara de mi padre”, “El gran hall”, “El comedor”, “La biblioteca”, “Mi cuarto”, “El cuarto mágico”, “La habitación de los porteros”, “El cuartito de criadas”, “Otro cuarto de criados”, “El cuarto de los trebejos”, “Los sótanos”, etc., separados por 13 epígrafes de los cuales el primero y el último proceden del primer poemario como ya se dijo antes.
Cada unidad temática –“El costurero”, “La cocina”, “El cuarto mágico”, etc.–, es descrita con abundante o con escasa información sobre sus características arquitectónicas como su ubicación en el conjunto, su uso funcional, sus dimensiones generales, el mobiliario y objetos que contiene, y hace, por lo general, énfasis en la decadencia física aparente: grietas, herrumbres, humedades o goteras y todo como escenario propicio para conducir sus recuerdos infantiles, de los siete a los catorce años, colmados de miedos primitivos como las mariposas negras que preceden las lluvias, el indeterminado robachicos del costal, la oscuridad de la no- che, la muerte, etc., y aparejados con la desesperante decadencia económica en boca de todos los habitantes adultos.
Pero ya tengo siete años. ¡Y vuelven mis temores a abrasarme! Como se ha sentido mucho calor, dicen las criadas que lo más probable es que tiemble. ¿Y si esto sucede? ¿Qué me pasaría? Mi cama está pegada a la pared que tiene una profunda cuarteadura que la atraviesa de lado a lado. La última vez que hubo un temblor, el papel tapiz que aún cubría la herida del muro se rasgó dejando al descubierto la cal desmoronada. Si ahora temblase, seguramente la pared se vendría abajo, desplomándose sobre mi cama (“La recámara de mi madre”, p. 22).
Mamá… salió a tomar un poco de aire fresco al balcón. Era muy amplio, abarcaba gran parte de la habitación de mi madre y otro tanto del cuarto de papá; tenía un barandal de hierro forjado, cuyo borde de madera ya estaba podrido en algunos sitios. Mamá se apoyó en él y permaneció así unos minutos, como deseando que el aire matinal se llevara sus angustiosos pensamientos (Ídem, p. 22).
–¡Pero ya ve usted, Úrsula… si yo misma tenía más de veinte casas… y ahora solamente ésta, con el peso de la hipoteca! (Ídem, p. 29).
En la biblioteca todo estaba en su sitio; era un cuarto sin movimiento. Solamente las hojas de la Suma teológica se agitaban dulcemente entre los nudosos dedos de uñas pulcras de papá (“La biblioteca” p. 187).
La casona de bardas altas y circundada por jardines bucólicos, parterres, sin faltar la cuadra de caballos, el lago, el invernadero, el kiosco y las fuentes, fue diseñada por el arquitecto inglés Charles Johnson, constaba de cuarenta habitaciones o más, parte de ellas clausuradas por desuso, distribuidas en un semisótano, dos pisos y coronada de azoteas con diversos usos. En ese tiempo narrativo –Elías Calles, persecución religiosa, etc.– en involuntario deterioro e hipotecada.
Entre mis siete y mis catorce años, fui a la Taxqueña múltiples veces. El propietario era Mr. Johnson [el arquitecto], un inglés de edad lejana, distinguido y con temerarios ojos azules. Su pelo era como un casco de plata. Mi padre y él se conocían desde tiempo largo y llevaban una estrecha amistad (“Mi cuarto”, p. 312).
Mi madre, con sus otros hijos, con su celestial marido, con sus conscientes obligaciones hacia los pobres de la Conferencia [San de Vicente], con sus contrastados sirvientes y con los cuarenta cuartos de la casa, no podía dedicarse a pasar el día entero desangrándose en aras de la niña devoradora (“El costurero”, p.172).
Yo llegaba con cierto respeto a este último tramo de la azotea. Siete almenas de piedra lo remataban. Por entre las ondas de las almenas me asomaba a la calle de Abraham González con curiosidad. Veía los techos de las otras casas y veía los volcanes con sus hielos inconmovibles. Inconmovibles como mi casa, donde yo iba a habitar siempre y donde no crecería jamás (“Las azoteas” p. 231).
Pita realza el deterioro y las incomodidades de su casa, aparejadas con su inconformidad permanente, a diferencia de cuando refiere con otros ojos las casas visitadas de las amistades cercanas. Recurre al contrapunto para acentuar la primera voz en respaldo y credibilidad de su historia.
Llegar a mi cuarto era llegar al final de un laberinto humano. Era caer en mí misma en forma desbandada (“Mi cuarto”, p. 307).
Leoncita enviaba su coche con su huraño y cacarizo chofer para que nos llevasen hasta ella. Mamá y Leoncita se instalaban en la gran sala de la casa, llena de muebles coloniales forrados de raso lila, y en donde abundaban porcelanas con temas bucólicos, retratos al óleo de la familia Bolaños y vitrinas llenas de costosas antigüedades (“Mi cuarto”, p. 316).
Entrábamos. ¡Dios indecible! ¡Qué jardín aquél! Manso, verde leve, hundido hasta el final de la casa; con arbustos tenues; llenos de mimosas. Un jardín sin recelo, sin peligros, cuidado, ameno, con olor a limón y a blancas flores escondidas (“Mi cuarto”, p. 328).
Pita cierra la novela bajo dos fronteras circunstanciales: la preadolescencia, al cumplir los 14 años, cerrando la etapa infantil y, coincidentemente, el fallecimiento del papá (y en ella un ser se moría/ y su muerte me mataba). Con la muerte del padre se pierde la casa ante la imposibilidad de salvar la hipoteca y, con y por ello, la clausura simbólica a toda esa fábrica de recuerdos infantiles.
Empecé a bajar la escalera como quien sube los peldaños de un cadalso (“La escalera a la calle”, p.341).
De pronto sentí que todo me daba vueltas y que los cuarenta cuartos de mi casa giraban atropelladamente y se revolvían entre ellos mismos junto con los pasillos, escaleras e inciertos pasajes. Como en un fin de mundo, se confundían personas, muebles, objetos y plantas raquíticas. Sentí mareo y náuseas, angustia espiritual y ansiedad física. Mi casa se venía abajo en el más silencioso de los desastres (“La fachada” p. 345).
Yo no dejaba atrás sino un jardín sin plantas y una casa vacía… La miré una vez más de frente y me fui caminando idiotizada por mitad de la calle, sin otra compañía que el viento, que me rodeaba como el más preciso de los ataúdes (“La fachada” p. 346).
Pita deja la niñez y la casa familiar donde nació y con ello comienza el peregrinaje a objetos arquitectónicos que nunca sintió propios: departamentos de alquiler, casas ajenas, clínicas psiquiátricas, cuartos de hotel y al final, las calles de la Zona Rosa capitalina donde pisaba la tarde, atropellaba la noche y se inconformaba con los transeúntes confundidos con su esperpéntica figura. Luego se creó un vacío, se le dejó de ver.
Pita Amor se relacionó en vida con la ciudad de Monterrey en diferentes formas y momentos, siendo niña fue inscrita en el Colegio del Sagrado Corazón, hoy Escuela Superior de Música y Danza, donde cursó parte de sus estudios primarios; en su vida adulta disfrutó la amistad y tutoría literaria de Alfonso Reyes, y otros intereses más mundanos según Elena su sobrina; y en su amplia colección de retratos que le hicieron Diego Rivera, Juan Soriano y Raúl Anguiano, entre otros, se encuentra uno de la pintora regiomontana Martha Chapa.
Mi amigo Pablo Gómez, el de Angélica, el anticuario, me sorprendió diciendo que en el mercado dominical de la calle Mina, en el Barrio Antiguo de Monterrey, pisa la tarde Pita Amor -representada por el actor Alfonso Obregón- declamando décimas, presumiendo haber hecho siempre el amor en do mayor y vendiendo todavía como mercader ambulante sus décimas por unos pesos, haciéndose aún más grande el mito personal que todavía apabulla su incomprendida obra literaria.
ADENDA
Pita Amor en el Barrio Antiguo
Imágenes de Marco Antonio Reyes