De laberintos arquitectónicos
Armando V. Flores Salazar*
CIENCIA UANL / AÑO 21, No. 88 marzo-abril 2018
Llegar a mi cuarto era llegar al final de un laberinto humano. Pita Amor
La arquitectura es en sí un sistema de orden, tanto como lo es su modo de expresión dominante: las matemáticas –con predominio de la geometría, la modulación y el cálculo–. El hombre se complace en ella porque resuelve sus necesidades preferenciales de orden, equilibrio, ritmo, claridad, armonía, simplificación y simbolización. Cuando por distintas causas –todas humanas– se pierden tales condiciones básicas, aparece lo laberíntico como descomposición postarquitectónica.
La definición más simplificada de laberinto en términos arquitectónicos es toda construcción complicada cuyo desorden genera en el usuario sentimientos de confusión, inseguridad, temor, ansiedad, necesidad de abandonarla y angustia creciente mientras no se encuentre la salida liberadora. En términos urbanísticos, los lugares oscuros o deshabitados, con calles, callejones, recovecos y encrucijadas en trama compleja generan las mismas sensaciones en grado tal que provocan confusión y necesidad apresurada por abandonar el lugar. Ambas experiencias se viven con frecuencia en la cotidianeidad, como cuando se buscan por primera vez direcciones urbanas específicas poco frecuentes, o cuando se trata de cumplir con trámites oficiales de causante o derechohabiente en instituciones públicas o privadas no habituales y que se hacen de vez en cuando. La cotidianeidad está llena de tales experiencias. ¿Por qué lo laberíntico se vuelve tolerable?
¿Acaso la inmemorial Torre de Babel fue convertida por las acciones humanas en el primer edificio laberíntico y con ello la primigenia vivencia consciente de la confusión, el desasosiego y el extravío como sus más evidentes atributos?
El conjunto de edificios en el campus del área médica de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) tiene su entrada principal frente a las avenidas que circundan el conjunto y a la vez se interconectan entre sí por calles, callejones, andadores, plazoletas y banquetas interiores en evidente esquema laberíntico.
Con Llermi acompañándome como paciente postoperatorio de la Clínica de Oftalmología del Hospital Universitario, y ante la necesidad de surtir los medicamentos en la farmacia de la Clínica de Trabajadores Universitarios para el tratamiento indicado, intentando ahorrar tiempo y esfuerzo optamos por el camino corto del interior, lo que implicó encontrar la puerta indistinta que conecta internamente el área de Oftalmología con las salas de pacientes de Consulta Externa del Hospital, pasar entre ellas en zigzag, salir a una plazoleta de usos múltiples saturada de personas impávidas que esperan pacientemente y palomas temerosas en movilidad continua que pepenan alimento en el piso, cruzar con mucha precaución una avenida de doble circulación y cause irregular, adentrarse por un angosto callejón os- curo que separa dos edificios de estacionamiento, librar apresuradamente el rincón donde se estacionan patrullas policíacas con policías armados custodiando reos esposados de pies y manos, cruzar la calle improvisada por donde salen apresurados choferes cortando camino, tomar la banqueta irregular que conduce al destino final para luego de trámites internos, ya obtenidos los medicamentos requeridos, volver a repetir la ruta de regreso hasta el automóvil estacionado en el punto de partida. ¿Cómo ves el laberinto, divertido no? Le pregunté semisonriente a mi hija.
El esquema original de la Facultad de Arquitectura en Ciudad Universitaria fue de dos cuerpos rectangulares, paralelos, separados por patios ajardinados, interconectados al centro por un pasillo perpendicular; el cuerpo frontal para el equipamiento de apoyo académico –administración, biblioteca, auditorio, cafetería y sala de maestros–, y el del fondo para aulas y talleres, cumpliendo el conjunto con los principios básicos de orden, armonía y claridad funcional. El desmedido aumento poblacional de usuarios y la ausencia de un plan maestro de crecimiento ordenado del edificio lo fueron alterando agregándole ampliaciones desarticuladas y ajenas a su esquema inicial, a tal grado que en la actualidad los seis cuerpos que la conforman y un séptimo en proceso de construcción se interconectan laberínticamente, problema que se evidencia y se resuelve parcialmente con mapas, en lugares estratégicos, indicadores del conjunto, y la clásica flechita roja con la advertencia de Usted está aquí, a modo de orientación.
En otro tenor, mi amigo Fernando Garza Quirós tiene la cómoda costumbre de reconocer de día el trayecto y la dirección del sitio al que ha sido invitado para una reunión social en la noche, ensayando de día el recorrido para evitarse la angustia de sentirse extraviado en el trayecto nocturno hasta encontrar el destino final.
Las primeras representaciones laberínticas pro- ceden de la prehistoria como grabados rupestres o petroglifos con formato circular o elíptico y han sido interpretadas como representaciones diagramáticas del cielo nocturno como laberinto cósmico. Se cuenta con monedas del siglo III a. C. con el clásico trazo del laberinto de siete meandros concéntricos enfatizando y a la vez protegiendo el centro. En la Edad Media abundan en los conjuntos conventuales interconexiones laberínticas y en el pavimento de la arquitectura religiosa perviven representaciones laberínticas de uso ritual y sustitución simbólica de la peregrinación a Tierra Santa. En el periodo del Barroco los laberintos se plasmaron en las áreas de jardinería para vivir la emoción en los juegos de escondite y su obsesión por el uso de espejos crearon tanto las galerías infinitas como el paralaje arquitectónico. En los tiempos modernos se han reproducido fractalmente.
Si bien los trazos urbanos reticulares ya son incipientes en la cultura faraónica egipcia y la trama urbana ortogonal o hipodámica procede desde la Grecia de Pericles, fuera de los edificios alineados sobre el cardus y el decumanos romanos –calles amplias cruzadas en ángulo recto hacia los puntos cardinales–, en sus periferias fuera de control gubernamental, la traza orgánica de expansión urbana surge de ordinario en esquemas libres, improvisados y laberínticos.
Arthur Evans (1841-1941), arqueólogo inglés del Museo Ashmolean de la Universidad de Oxford, exploró a partir de 1900 la zona de Cnosos, en la isla griega de Creta, desenterrando con su equipo de colaboradores los restos del Palacio de Cnosos, relacionándolo por su distribución laberíntica con el mítico palacio del rey Minos, registrado por Homero en la Odisea; quien en la
voz de Ulises nos dice que “En medio del vinoso ponto, rodeada del mar, hay una tierra hermosa y fértil, Creta… Entre las ciudades se haya Cnoso, gran población, en la cual reinó por espacio de nueve años Minos, que conversaba con el gran Zeus y fue padre de mi padre, el magnánimo Deucalión… En Cnoso conocí a Odiseo y aún le ofrecí los dones de la hospitalidad” (Homero, 1973, pp. 356-357, canto 19).
El conjunto arquitectónico conocido como el Palacio de Cnosos fue construido alrededor del año 1900 a.C., en una superficie de dos hectáreas, con más de dos mil habitaciones para diversos usos, en varios pisos y tributarias a un patio ceremonial central. Logró su mayor esplendor en tiempos del rey Minos, y su de- cadencia, después de varios siglos de dominio de todo el archipiélago, se le atribuye a una secuencia de incendios y terremotos, quedando abandonado por completo alrededor del año 1400 a.C. El periodo histórico queda registrado como periodo Minoico en honor del legendario rey.
Se tienen referencias escritas de al menos cinco laberintos de la antigüedad, uno en Egipto –Amenenhet III, s. XIX a.C.–, otro en Grecia, otro más en Etruria y dos en Creta, uno en Gortyna y el otro en Cnosos, este último el más popular de todos en nuestro tiempo por muchas razones, entre ellas el rescate documental de esa gran cultura del mundo antiguo y la revitalización de personajes míticos copartícipes de su historia como el rey Minos, que lo lleva a su máxima gloria, su mujer Pasifae, madre de Ariadna y de Asterión, el hombre toro de Minos o Minotauro; de Dédalo, el arquitecto griego encargado de las obras del palacio real y constructor del laberinto para el control carcelario del monstruo, de Ícaro, el “hombre pájaro” hijo de Dédalo y del ateniense Teseo, ejecutor del minotauro.
Es a partir del trabajo arqueológico de Arthur Evans en Cnosos que la palabra laberinto, de trasfondo principalmente arquitectónico, vuelve a adquirir actualidad y se adopta para nombrar situaciones semejantes en otros campos del conocimiento humano como la literatura, la psicología y el cine, entre otros; y es en la literatura y el cine donde se han develado y propuesto otras formas laberínticas.
Entre tantos ejemplos notables en el campo de la literatura podemos considerar a Rayuela, de Julio Cortázar, y La feria, de Juan José Arreola, los cuales por el hecho de poderse leer, aparte de la forma convencional en otro orden a partir de capítulos distanciados entre sí, con lo cual se recrea la estructura laberíntica del extravío; Gunter Grass en El tambor de hojalata considera laberíntico el álbum fotográfico familiar de Oskar –su personaje principal– por la diversidad de retratados, sus historias particulares, los distintos tiempos que evocan; también, desde el desván de su casa, Oskar observa como laberíntico el conjunto de casas, las calles y la multitud de patios habitados por amas de casa sacudiendo a golpes las alfombras colgadas en las sogas; Octavio Paz propone, en El laberinto de la soledad, que el extravío, el sentimiento de orfandad y el desamparo que manifiestan recurrentemente algunos mexicanos –o de otras muchas nacionalidades– se genera desde el devenir de su propio ser histórico, “El mexicano –nos dice–, siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos también de sí mismo”; Umberto Eco asocia como laberínticas a la arquitectura y la literatura en su novela El nombre de la rosa, la trama es inagotable, el tiempo de la novela es durante el periodo feudalista de la baja Edad Media, plagada de misterios, secretos, dogmas, amenazas, etc., el escenario es una abadía benedictina orgullosa de su gran biblioteca y dentro de ésta una laberíntica biblioteca secreta, resguardando manuscritos protegidos y celada por un monje anciano, ciego y senil, y cuyo acceso encubierto y disimulado se ubica desde el osario o catacumba del monasterio.
Releyendo a Jorge Luis Borges en su libro de cuentos breves El Aleph, resaltan del conjunto tres de ellos hermanados en su temática: “La casa de Asterión”, “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto” y derivado de éste “Los dos reyes y los dos laberintos”. En los tres cuentos el escenario es, si no es que el personaje protagónico, el legendario laberinto. En el primer cuento, Asterión, el minotauro, reflexiona sobre sí mismo y sobre su casa-cárcel o laberinto, “donde las noches y los días son largos… todas las partes están hechas muchas veces… La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo”. En el segundo cuento, como en una galería de espejos, el matemático Dunraven –versado en obras policiales– y el poeta Allaby narran en el lugar de los hechos su versión sobre la misteriosa muerte del egipcio Abenjacán el Bojarí en su propia casa de muros rojos, que mandó construir en un puerto inglés, “de una sola habitación y de leguas y leguas de corredores”. En el tercero de los cuentos se narra la historia –de las más comunes en los arenales nilóticos–, del rey de Babilonia que mandó construir un laberinto en el que, por diversión premeditada hizo penetrar a un jeque árabe que tenía de huésped, quien luego de un azaroso día de angustias logró encontrar la salida y sin reproches le compartió a su congénere que en Arabia tenían un laberinto sin puertas, escaleras, muros, pasillos ni galerías, y que esperaba mostrárselo algún día. Ese día llegó años después cuando el rey, sometido por el jeque, emprende un viaje a lomo de bestia por el desierto con destino al referido laberinto; luego de tres días de cabalgar en el interminable mar de arena, el jeque abandona al rey a su suerte en la inmensidad del desierto, en el cual muere de hambre y sed, angustiado por encontrar la invisible salida (Borges, 1995).
La literatura también alimenta la indagación laberíntica en la producción cinematografía con ejemplos sobresalientes como El resplandor, de Stanley Kubrick, El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, El cubo, de Vincenzo Natali, Dark City, de Alex Proyas, y Dentro del laberinto, de Jim Henson, entre muchos otros.
Lo laberíntico ha llegado también a los videojuegos. Basados en los dibujos de arquitecturas imposibles del neerlandés M. C. Escher y en el edificio La muralla roja, que en 1973 el arquitecto español Ricardo Bonfill construyó en Alicante, ambos de inspiración laberíntica, Ken Wong y David Fernández Huerta han diseñado el videojuego “Monument Valley” –desarrollado por la empresa británica Ustwo Games, ganadora en 2014 del Apple Design Award–, ampliando lo laberíntico como parte habitual de la diversión de tiempo libre.
A MANERA DE CONCLUSIÓN –PARA NO CONCLUIR–
La madre naturaleza, gran maestra de la cultura humana, se ha manifestado siempre en modalidades laberínticas. En el largo primer tiempo humano, el que va del Australopithecus al Homo habilis, la experiencia de sentir quedó registrada en el “cerebro viejo” construido con tales realidades; mientras que en el corto segundo tiempo, el que va del Homo habilis al Homo sapiens, la experiencia de pensar va modificando paulatinamente su modo de vivir hacia lo previsible. Tal ascenso del hombre le genera la sobreposición de un “cerebro nuevo racional” sobre el “viejo emocional” ya existente, que lo va apartando de su primigenia naturaleza animal, estableciendo un “nuevo orden” sobre el “viejo caos”.
La arquitectura como objeto cultural le muestra el camino corto para comprobar la hipótesis, regodeándose al conjuntar en ella sistemas ordenadores y correctivos como la geometría, la aritmética y el cálculo.
Sin embargo, ambas realidades, desorden y orden, coexisten satisfaciendo necesidades tanto de razón como de emoción, de simplicidad y complejidad, de ritmos simples o alternados, de equilibrios por simetría y por asimetría, de signos y de símbolos.
Falta decir en este ensayo laberíntico que nosotros los Homo sapiens sapiens hemos llamado laberinto a la parte interna de nuestro sistema auditivo, la que nos procura el equilibrio sin importar posturas o movimientos, y que el cerebro como órgano central dominante es altamente sensible a la percepción y detección de lo laberíntico, tanto en el paisaje natural como en el cultural.
*Universidad Autónoma de Nuevo León.
Contacto: armando.floressl@uanl.mx
REFERENCIAS
Homero (1973). La Odisea. España: Ed. Bruguera.
Borges, J.L. (1995). El Aleph. Buenos Aires: Emecé Editores.
Adenda
Perdido en mi laberinto de palabras
Javier Villarreal Lozano
No esperes que el rigor de tu camino, que tercamente se bifurca en otro, que tercamente se bifurca en otro, tendrá fin. Es de hierro tu destino…
Jorge Luis Borges, Laberinto
La fascinación de Borges por el espejo –cruel duplicación sin concesiones– mantiene una extraña hermandad con la que sentía por los laberintos, bifurcación de bifurcaciones ad infinitum. Dos espejos, uno frente al otro, replican las imágenes también hasta el infinito. Espejos y laberintos son trampas y a la vez puertas (oxímoron del consciente y del inconsciente). El espejo teje su tela de hilos de azogue a fin de atrapar nuestra imagen; el laberinto también nos atrapa, pero, al mismo tiempo, nos invita a continuar avanzando hacia ninguna parte, sin meta, mapas o portulanos: metáfora desconsoladora de la vida.
Alicia convirtió el espejo en puerta a la otredad y encontró maravillas. Teseo llegó al centro del laberinto construido por Dédalo, y mató al Minotauro. De paso negó la sapiencia de Dédalo, cuya torpeza técnica ya había costado la vida a su hijo Ícaro cuando el Sol derritió la cera con que su progenitor le había pegado las alas con la idea de huir de Creta. Dédalo, perdedor irredento: fracasó como arquitecto y como ingeniero aeronáutico.
El débil hilo de Ariadna triunfó sobre su retorcida imaginación. En uno de sus cuentos, Borges hace decir a Teseo que el Minotauro casi no luchó para defenderse. Para agravio del dramatismo, fue la suya una victoria huérfana de ribetes épicos: tauricidio con todas las agravantes.
Utilizado para ocultar la lujuria extramatrimonial de Pasifae, esposa del rey Minos, el laberinto resultó una decepción. A pesar del deseo del monarca de negar visualmente el producto del desliz zoofílico de la mujer, el monstruo llevaba su nombre: Minotauro, el Toro de Minos, cuando debió llamarse Pasitauro, el Toro de Pasifae. ¡Ay, los infortunios de la monarquía y del patriarcado!
Los laberintos son negación de la arquitectura –antiarquitectura por excelencia–, único arte utilitario. Es el caos, la negación del orden, del cosmos. Resultan válidos, quizás, por su calidad de alegoría, imitación de la existencia del hombre. Pero de ser así, la construcción de laberintos debería ser tarea de poetas, filósofos escépticos –Pirrón y seguidores–, o de gente hipócrita, como el rey Minos, quien se tomó tantas molestias intentando borrar las traiciones de su mujer al tálamo nupcial.
Finalmente, confabulados, Teseo y Ariadna terminaron piadosamente con la vida del pobre Minotauro, quien, sin conocer a Octavio Paz, él sí vivió su aburrida soledad en el laberinto.