La evolución química como antecedente al origen de la vida

Elizabeth Chacón Baca*, Claudia Camargo**, Alicia Negrón Mendoza**

CIENCIA UANL / AÑO 20, No. 85, julio-septiembre 2017

Entre todos los grandes retos científicos y filosóficos, el origen de la vida sigue representando una de las mayores incógnitas de la humanidad. Si bien es cierto que, por mucho tiempo, este enigma fue exclusivo de la teología, la metafísica y la filosofía. Para el hombre del medievo, una visión ordenada y jerárquica del mundo probablemente era la única explicación posible sobre la creación dentro del orden natural de las cosas. Dentro de esta concepción tan bien reflejada en El paraíso perdido de Milton (2008), la ciencia aparece como un telón de fondo que enmarca el estado caótico de los cuatro elementos griegos: agua, aire, tierra y fuego, como precursores del origen del mundo (figura 1). Incluso la cosmovisión moderna lleva la idea implícita de que “el orden nació del caos…”, que los sistemas abiertos se ordenan a expensas de un desorden que termodinámicamente tiende a la disipación y al aumento entrópico. Ciertamente, algunas décadas y siglos de especulaciones, observaciones experimentales y un contexto sociocultural propicio tuvieron que transcurrir antes de que el estudio científico del origen de la vida pudiera tener cabida en las universidades. Entre los experimentos clave para el desarrollo de este campo se encuentra la síntesis abiótica (es decir, sin la intervención de seres vivos) de la urea, uno de los compuestos orgánicos más familiares. Dicha síntesis orgánica fue realizada en condiciones de laboratorio por Friedrich Whöler (1828) a partir de cloruro amónico y cianato de plata (Whöler, 1828), marcando así el desarrollo de la química orgánica. Más de treinta años después A. Bútlerov demostró la formación de azúcares (Bútlerov, 1861) en agua calcárea a partir de formaldehído, hoy conocida como la reacción de la formosa. Pocos años después, los trabajos de Louis Pasteur sobre la putrefacción (1892) invalidaron la teoría de la generación espontánea (De Kruif, 2014) y del “principio vital”, idea que suponía que se generaban seres vivos en el aire. Pero no fue sino hasta principios del siglo XX cuando el estudio científico del origen de la vida surgió como un campo serio y formal gracias a la publicación del Origen de la vida, del bioquímico ruso Aleksander Ivanovich Oparin (publicado en ruso como un pequeño libro en 1924, luego en 1936 y en inglés en 1938; Miller, Schopf y Lazcano, 1997). En este libro Oparin argumentaba que durante el proceso evolutivo de la Tierra debieron formarse sustancias orgánicas diversas en las aguas de un océano primitivo (los ladrillos y cementos como él los llamó) por reacciones de condensación, polimerización y reacciones de óxido-reducción que eventualmente formaron enjambres moleculares; éstos, a su vez, se organizaron en estructuras coloidales llamadas coacervados, precursores de los primeros seres vivos (Oparin, 1995). Aunque para muchos el enfoque químico contenía todas las respuestas, la propuesta original de Oparin implicaba sistemas precelulares de gran complejidad enzimática y un alto grado de organización celular. Un concepto subyacente en esta teoría del origen de la vida son las llamadas “propiedades emergentes” y el aumento de complejidad, entendida como el aumento en la regulación de los mecanismos de ensamble y organización. Las llamadas propiedades emergentes de un sistema son distintas a las propiedades de los componentes individuales y resultan de las interacciones entre sus partes; es decir, aquellos atributos que claramente ponen de evidencia que el todo es mayor que la suma de sus partes. En tanto que los procesos emergentes son los que resultan de la interacción simultánea y a veces azarosa de los componentes de un sistema (Talanquer, 2006).

Más allá del enfoque bioquímico, las ideas de Oparin plantearon por primera vez un escenario geológico primitivo como marco de referencia conceptual y una hipótesis plausible de ser probada a nivel experimental. Entre las grandes aportaciones de Oparin destaca la extrapolación de un proceso evolutivo antes de la vida bajo condiciones puramente químicas y fisicoquímicas, sentando así las bases teóricas para abordar el problema con toda la formalidad científica. Tampoco se debe olvidar que en la Inglaterra posvictoriana de 1928, el biólogo evolutivo J.B.S. Haldane (1929) acuñó el término de biopoyesis para proponer una teoría similar a la de Oparin; también sugirió que en un océano prebiótico muy diferente al de hoy, se habría formado una sopa diluida en la cual se pudieron “cocinar” compuestos orgánicos que constituyen las bases moleculares de la vida, un “caldo primitivo” conocido como sopa primigenia a partir de precursores inorgánicos o prebióticos. Había surgido el concepto de evolución química como un telón de fondo sine qua non; es decir, como el proceso fisicoquímico previo y necesario al origen de la vida que permitió la generación de moléculas orgánicas a partir de precursores inorgánicos en el océano primordial de la Tierra primitiva de hace aproximadamente 4000 millones de años (Ma).

Figura 1. Portada del ebook: Paradise lost (tomado de https://www.amazon.com/Paradise-lost-John-Milton-ebook/dp/B0086NF1G6).

Paralelamente a esta teoría, también se ha contemplado la teoría alternativa: que la vida haya surgido fuera de la Tierra, y pudiera haber sido “sembrada” por cometas o meteoritos justamente durante este lapso de evolución química en la Tierra primitiva. Esta hipótesis conocida como panspermia, aunque tiene sus orígenes desde los tiempos de Anaxágoras (500-428 a.C.), es una idea recurrente que se ha modernizado a lo largo del tiempo. Después de analizar una muestra del meteorito Alias (1834), Jakob Berzelius sugirió la existencia de compuestos orgánicos más allá de la Tierra (Centre for History of Science at the Royal Swedish Academy of Sciences: KVA on Berzelius), el término fue permeando en varios círculos académicos por diferentes entusiastas (Lemarchand, 1992) como Hermann Richter, Hermann Helmholtz y William Thomson (lord Kelvin) entre otros, aunque fue el famoso premio nobel Svante Arrhenius quien divulgara la idea de las esporas terrestres resistentes a la radiación y a la temperatura espacial (Arrhenius, 1908). La panspermia representa una alternativa para resolver el problema del origen de la vida en la Tierra, y aunque es válida desde el punto de vista científico, no deja de ser limitada, pues lejos de resolver el origen de la vida, simplemente extrapola o traslada el problema del origen.

En México, los estudios pioneros de origen de la vida merecen una atención especial por los numerosos trabajos del zoólogo mexicano Alfonso L. Herrera quien, como buen visionario durante los tiempos posrevolucionarios, pudo experimentar con sistemas precelulares a partir de sustancias inorgánicas, entre ellas el tiocianato de amonio (Herrera, 1938). Herrera fue el fundador de una nueva ciencia conocida como plasmogenia, ciencia que explicara el origen del protoplasma, pues por aquel entonces se creía que era la sustancia vital de todo ser vivo. Su trabajo fue reconocido por el propio Oparin, y fue el primer presidente honorario de la Sociedad Española de Biopoyesis. Pese a tanta creatividad científica, no fue sino hasta varias décadas después que su trabajo se ha revalorado como una aportación original (figura 2).

Figura 2. El libro sobre Biología y plasmogenia de Alfonso L. Herrera, acompañado de un dibujo de su puño y letra que ilustra los movimientos de compuestos abióticos denominados por el propio Herrera como “mercurisomas”.

Dentro de este marco teórico, en 1953 Stanley L. Miller, entonces estudiante de doctorado del profesor Harold C. Urey en la Universidad de Chicago, elaboró el elegante y ahora famoso diseño experimental que abrió las puertas en evolución química como una línea de investigación totalmente justificada. Miller pudo simular en su laboratorio las condiciones hipotéticas presentes en la Tierra primitiva: una atmósfera libre de oxígeno compuesta por vapor de agua, hidrógeno, metano y amoniaco. El agua caliente simulaba el vulcanismo, produciendo el vapor que circula en un sistema cerrado a partir de los compuestos básicos de una atmósfera reductora y aplicando descargas eléctricas para simular los relámpagos incidentes en el seno de un océano primigenio del Arqueano (figura 3).

Figura 3. El clásico diseño experimental del profesor Stanley Miller (imagen tomada de www.wikipedia.com).

El análisis de los productos condensados al cabo de una semana de síntesis reveló la presencia de moléculas orgánicas de relevancia biológica como los aminoácidos, que al unirse constituyen los polipéptidos. A partir de entonces, en los laboratorios de todo el mundo, numerosos experimentos de síntesis abiótica han generado moléculas orgánicas a partir de moléculas inorgánicas simples y bajo una amplia gama de condiciones ambientales supuestas, inferidas y documentadas para la Tierra primitiva con resultados muy importantes. Hoy se considera que a pesar de que el experimento original de Miller no concuerda con las condiciones de la Tierra primitiva, sobre todo por el carácter altamente reductor de la atmósfera simulada y por la poca probabilidad del metano en la atmósfera primitiva (Lazcano y Miller, 1996), fue el paradigma experimental que sentó las bases para que se gestara una continua colaboración internacional que desde hace más de siete décadas ha reunido a especialistas de diversas áreas del conocimiento abordando este problema desde una perspectiva multidisciplinaria.

Síntesis abiótica en la Tierra Primitiva

La Tierra es uno de esos planetas densos, rocosos y relativamente pequeños con abundantes silicatos y metales que tiene una velocidad de rotación moderada, a diferencia de los planetas gaseosos, masivos y orbitados por una gran cantidad de satélites. Debido a los choques cometarios ocurridos durante el Hadeano, la Tierra primitiva acumuló gran cantidad de compuestos químicos que sirvieron como la materia prima que posibilitó el proceso de evolución química. Es decir, el proceso mediante el cual hubo reacciones químicas que permitieron la generación de moléculas orgánicas de relevancia biológica y que eventualmente se convirtieron en los bloques constructores de la vida: aminoácidos, ácidos grasos y azúcares; incluso se considera que una gran proporción del agua oceánica es de origen cometario (Chyba et al., 1990). Los procesos de evolución química se consideran como un preámbulo crucial para el origen de la vida bajo condiciones ambientales totalmente diferentes a las que imperan hoy: una atmósfera no oxidante y compuesta por gases con un alto potencial reductor, que con el aporte de alguna fuente de energía natural como la radiación UV, las ondas de choque provocadas por impactos cometarios, o incluso la radiación ionizante (Draganić, Draganić y Altiparmakov, 1983) proveniente de reactores naturales (Adam, 2007) accesibles en la Tierra primitiva como el uranio (U235), fueron los ingredientes necesarios para esta síntesis abiótica primitiva. Aunque en el mar primitivo probablemente la síntesis abiótica era alta, otros ambientes más ricos en contenido mineral pudieron promover la reactividad, la protección y la concentración de polímeros más complejos.

Los experimentos de evolución química

La aproximación científica del proceso de evolución química ha sido desarrollada bajo tres enfoques (Negrón-Mendoza, 1980): (1) el enfoque analítico utiliza las observaciones y la identificación de observaciones en radioastronomía, geoquímica y geología; (2) el enfoque teórico provee modelos químicos y matemáticos en los que es posible estudiar modelos de complejidad y autoorganización y (3) el enfoque sintético, que implica la simulación experimental en laboratorio para recrear algunas condiciones probables de ambientes primitivos, por medio de la inducción de ciertas reacciones químicas dentro de un marco geológico coherente y conectando al mismo tiempo la astronomía con el origen de la vida (figura 4).

Figura 4. Diseño experimental para producir HCN en condiciones abióticas (Departamento de Química, ICN, UNAM).

En algún remoto pasado del Universo, en el interior de otras estrellas más antiguas que nuestro Sol, por reacciones termonucleares se generaron muchos de los elementos químicos como el carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno (CHON), elementos básicos que representan hasta 99% de la composición química de los seres vivos. Claramente, la química que conocemos no es exclusiva ni de nuestro sistema solar ni de nuestra galaxia, sino que estamos ante una química auténticamente universal. Es decir, las moléculas orgánicas simples y complejas que se pueden generar en experimentos de evolución química, ya fueron detectadas y se siguen detectando (Menten y Wyrowski, 2011) tanto en cometas, meteoritos y en otros cuerpos extraterrestres, como en los satélites de los grandes planetas. Actualmente se han reportado más de 100 compuestos orgánicos y continuamente más compuestos orgánicos y de mayor complejidad se suman a este gran inventario cósmico. Por ejemplo, desde que el ácido cianhídrico (HCN) se detectó en los cometas, su inclusión en los experimentos de evolución química ha generado valiosos resultados por su versatilidad química para producir moléculas de importancia biológica como aminoácidos, ácidos carboxílicos, azúcares y bases nitrogenadas (purinas y pirimidinas de los ácidos nucleicos).

No hay duda de que actualmente también hay procesos de evolución química en el medio interestelar y en otros satélites que se consideran laboratorios naturales para la evolución química como Titán y Europa, donde además de algunos procesos geológicos superficiales también se ha detectado la presencia diversos compuestos orgánicos (Raulin, 2005). Por ende, estos ambientes espaciales constituyen una fuente de información sobre el origen de la materia orgánica en ambientes extraterrestres tan antiguos como nuestro mundo. Dada la universalidad química, la viabilidad de los procesos de evolución química en cualquier superficie planetaria y la vastedad del Universo, existe una, tal vez remota, posibilidad de encontrar vida en planetas como la Tierra. Especialmente en la llamada Zona de Habitabilidad. Y aunque hasta hoy nuestro planeta Tierra es el único donde se sabe que ha evolucionado la vida, en los próximos años la exploración espacial de estas zonas habitables podría cambiar este hecho.

Referencias

Adam, Z. (2007). Actinides and life’s origins. Astrobiology, V. 7, p. 852-872.

Arrhenius, S. (1908). Worlds in the making: The Evolution of the Universe. New York: Harper & Row.

Bútlerov, A. (1861). Justus Liebigs Ann. Chem. 120, 295.

Centre for History of Science at the Royal Swedish Academy of Sciences: KVA on Berzelius. Consultado en junio 3 de 2017.

Chyba, C.F., et al. (1990). Cometary delivery of organic molecules to the early Earth. Science, 249, 366-373.

De Kruif, P. (2014). Cazadores de microbios. México: Editorial Porrúa, 355 pp.

Draganić, I., Draganić, Z., y Altiparmakov, D. (1983). Natural Nuclear Reactors and Ionizing Radiation in the Precambrian, in Developments in Precambrian Geology. Elsevier, Vol. 7, pp 175-190.

Haldane, J.B.S. (1929). Origin of life. The Rationalist Annual. 148, 3-10.

Herrera, A.L. (1938). Biopoyesis. Bol. Soc. Mex. Ciencias Biológicas, 281 pp.

Lazcano, A., y Miller, S. (1996). The Origin and Early Evolution of Life: Prebiotic Chemistry, the Pre-RNA World, and Time. Cell, Vol. 85, 793-798.

Lemarchand, G. (1992). El llamado de las Estrellas. Buenos Aires: Lugar Editorial, 187 pp.

Menten, K.M., y Wyrowski, F. (2011). Molecules detected in Interstellar Space, en: K. M. T. Yamada & G. Winnewisser (eds.), Interstellar Molecules, 27 Springer Tracts in Modern Physics 241, Springer-Verlag Berlin Heidelberg, 27-42 pp.

Miller, S.L, Schopf, J.W., y Lazcano, A. (1997). Oparin’s ‘‘Origin of Life’’: Sixty Years Later. J. Mol. Evol. 44:351-53.

Milton, J. (2008). El paraíso perdido. México: Editorial Porrúa, 291 pp.

Negrón-Mendoza, A. (1980). Homenaje a Oparin, Simposium Conmemorativo. Facultad de Ciencias, UNAM, 180pp.

Oparin, A.I. (1995). El origen de la vida. México: Editores Mexicanos Unidos, 101 pp.

Raulin, F. (2005). Exo-Astrobiological Aspects of Europa and Titan: From Observations to Speculations. Space Sci. Rev. 116: 471.

Talanquer, V. (2006). Propiedades emergentes: un reto para el químico intuitivo. IV Jornadas Internacionales Educación Química 17(1), 315-320.

Whöler, F. (1828). Über künstliche Bildung des Harnstoffs. Ann. Phys., 88: 253-56. doi:10.1002/ andp.18280880206.