Santa Anna y la venta de La Mesilla

Felipe Ávila Marcué*

CIENCIA UANL / AÑO 16, No. 64, OCTUBRE-DICIEMBRE 2013

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Uno de los personajes más controvertidos en la historia de México es el general D. Antonio López de Santa Anna. Su vida entera está llena de sucesos polémicos. En torno a su figura se han tejido leyendas que muchas veces impiden comprender cabalmente a este personaje, quien se convirtió en el actor principal de prácticamente todos los dramas y comedias de que está llena la historia de México en la primera mitad del siglo XIX.

La historiografía oficial nos presenta a un Santa Anna convertido como un verdadero traidor, ávido de poder y con ambiciones demoníacas que le costaron a México la pérdida de inmensos territorios en el norte del país, como resultado de la derrota sufrida en la guerra con Estados Unidos (1846-48), además de sufrir un desprestigio a nivel internacional, del que todavía no nos hemos recuperado. También se le atribuye toda la responsabilidad por haber permitido la independencia de Texas en 1836, preámbulo de la guerra del 46 y, por supuesto, de la venta del territorio de la Mesilla en 1853.

La responsabilidad de Santa Anna en algunos de estos eventos ha sido tema de mucha controversia entre historiadores de distintas tendencias políticas, desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, sin que hasta la fecha se tenga una idea clara de esta responsabilidad.

Interesa la opinión de don José María Roa Bárcena, gran historiador de la guerra del 47 y a quien nadie podría considerar parcial en sus juicios y opiniones.

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Según relata Catón en su libro sobre Santa Anna, Roa Bárcena escribió: “Cualesquiera que hayan sido los errores de Santa Anna, la historia lo colocará en el honroso puesto de primer batallador de México en la campaña de 1846 a 1848”.

La venta de la Mesilla es un infortunado evento cuyas causas, a nuestro juicio, no se han estudiado con la profundidad requerida, debido básicamente a la condena popular que ha acompañado a la imagen de Santa Anna por más de 150 años.

La generación liberal de Benito Juárez, incluyendo a escritores de la talla de Guillermo Prieto, acusaron a Santa Anna de haber vendido a los estadounidenses el inmenso territorio de La Mesilla, en condiciones lesivas a los intereses de México. El historiador Rodrigo Borja Torres dice: “Los historiadores ‘liberales’ primero, después los ‘revolucionarios’, que se sentían herederos de éstos y por último los ‘oficialistas’, promotores de la ideología del Estado, nunca quisieron mostrarnos la verdad sobre este espinoso asunto, tal vez porque si se conocieran los detalles, la imagen de Santa Anna tendría que revalorarse”.

En efecto, el último periodo presidido por Santa Anna celebró un contrato de venta con el gobierno de Estados Unidos, por el cual nuestro país cedía el territorio conocido como La Mesilla, que abarcaba parte de los actuales estados de Chihuahua y Sonora. Santa Anna no era tonto, sabía perfectamente que su participación en esta transacción le daría nuevas armas a sus enemigos, pero existe la posibilidad de que esta decisión fuera motivada por su deseo de evitarle a México una nueva guerra con Estados Unidos, que habría resultado, sin duda, simplemente desastrosa para nuestro país.

Por otra parte, un historiador tan conocido y respetado como Rafael F. Muñoz, en su biografía de Santa Anna, simplemente menciona que la venta de La Mesilla ocurrió debido al interés que tenía el gobierno de Estados Unidos por construir el ferrocarril a California, para lo cual envió al comisionado Gadsden a negociar con Santa Anna, ofreciéndole 10 millones de dólares por un terreno árido que no valía nada. Ese mismo día Santa Anna aceptó la oferta, y recibió como pago solamente siete millones, que fueron a engrosar su bolsillo particular. No en balde, la opinión de mexicanos y extranjeros sobre el patriotismo e integridad de Santa Anna anda por los suelos.

Sin embargo, algo indudable sobre la imagen y capacidad de Santa Anna para convencer a los mexicanos es que haya ocupado la presidencia de México once veces, en un periodo de 25 años, sin necesidad de recurrir a golpes militares o revueltas armadas.

Veamos los hechos. Cuando Santa Anna llegó a la presidencia por última vez, el 20 de abril de 1853, el gobierno sufrió la pérdida de un brillante secretario de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán, que era el único capaz de controlar a la futura ‘Alteza Serenísima’. A partir de ese momento, Santa Anna perdió completamente el rumbo, dándose aires de emperador, gravando al pueblo con impuestos ridículos y agobiantes, cuyo único propósito era sostener a su estúpida corte. Esto provocó nuevos levantamientos armados, como el acaudillado por el viejo cacique sureño Juan Álvarez, quien, junto con Ignacio Comonfort y otros prominentes liberales, proclamó el Plan de Ayutla. Este desorden quiso aprovecharlo el gobierno de Estados Unidos para tratar de manipular las ambiciones de Santa Anna, en su deseo de mantenerse en el poder y derrotar a sus enemigos. Sin embargo, para su sorpresa, los estadounidenses se encontraron con alguien que de pronto se comportó como verdadero patriota, al dar una imagen de su persona diferente de la que se tenía anteriormente. Santa Anna les demostró que ahora no sería tan fácil aprovecharse de México y de su incuestionable debilidad.

Es importante tener presente el contexto relacionado con la venta de La Mesilla. Al poco tiempo de haberse firmado el tratado de paz de Guadalupe Hidalgo, en 1848, el gobierno norteamericano demostró su interés en lograr nuevos territorios a costa de México, para lo cual presentó una serie de argumentos legales, aduciendo que la frontera del recién adquirido territorio de Nuevo México con Sonora y Chihuahua no había sido precisada adecuadamente en el tratado. Por ello, el 6 de abril de 1853, el gobernador de Nuevo México, William Carr Lane, ocupó el territorio de La Mesilla, con el pretexto de que pertenecía a Estados Unidos. El gobernador de Chihuahua, Ángel Frías, decidió entonces enfrentarlo con la pequeña tropa de que disponía, y esgrimió el único argumento válido: el derecho internacional. La reacción del gobierno de Chihuahua y las protestas del gobierno federal fueron tan violentas que Washington decidió destituir al gobernador de Nuevo México y presentar una disculpa al gobierno mexicano. Hecho esto, los norteamericanos buscaron otra forma para lograr sus propósitos y apoderarse de ese territorio.

Confiando en la evidente debilidad del gobierno mexicano, el secretario de Estado del país vecino, William L. Marcy, envió, en octubre de 1853, como comisionado ante el gobierno mexicano a James Gadsden para lograr, de cualquier forma, incluyendo la fuerza, lo que no se consiguiera pacíficamente. Una vez instalado en la Ciudad de México, el secretario Marcy le envió, por conducto del diplomático y empresario Christopher Ward, las exigencias del gobierno norteamericano que consistían en adquirir nuevos territorios a costa de México, con la retribución monetaria que el gobierno de Estados Unidos considerara justa y suficiente, y autorizaba a Gadsden a negociar varias propuestas con base en las siguientes líneas fronterizas: la primera partía de un punto en el Golfo de México, a la mitad del camino entre Boquillas Cerradas y la Barra de Santander, para segregar de México gran parte de los actuales estados de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua y Durango, así como una fracción importante de Sonora y la totalidad de la Baja California y sus islas adyacentes. La superficie del territorio mexicano reclamado era de 324,000 km2, por la que se ofrecían 50 millones de dólares.

La segunda línea también partía del Golfo de México, a la mitad del camino, entre los ríos Grande (Bravo) y el de San Fernando, para despojar a México de parte de los actuales estados de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua y Sonora, en proporciones inferiores a las de la primera propuesta. Por la superficie del territorio considerado en esta propuesta, 129,000 km2, se ofrecían 30 millones de dólares.

La tercera propuesta incluía el establecimiento de una nueva línea fronteriza que se iniciaba en el cañón del río Grande (Bravo), a los 32° de latitud norte y despojaba a México de una parte de los estados de Chihuahua y Sonora, así como la totalidad de la Baja California. Por la superficie involucrada en esta propuesta (176,000 km2) se ofrecían 30 millones de dólares.

La cuarta y última línea divisoria a negociar principiaba también en el río Grande (Bravo), debajo de San Eleazar, y despojaba a México únicamente de 47,000 km2, en los estados de Chihuahua y Sonora, por los que se ofrecían 20 millones de dólares.

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El gobierno de Estados Unidos estaba plenamente consciente de que, debido a la reciente mutilación que había sufrido México, el gobierno de Santa Anna podría negarse a aceptar las propuestas presentadas, por lo que autorizaba a Gadsden que, sólo en ese caso, propusiera como alternativa la cesión del territorio de La Mesilla que se consideraba indispensable para el tendido del ferrocarril que uniría a California con el resto de la Unión. A cambio, Gadsden podría ofrecer hasta 15 millones dólares. En cualquiera de los cinco casos, México tenía que eximir a los estadounidenses de cumplir con la obligación de impedir que los indios bárbaros cruzaran la frontera para atacar poblaciones mexicanas, consignada en la cláusula XI del tratado de Guadalupe Hidalgo.

Para presionar al gobierno mexicano, Estados Unidos patrocinó descaradamente a grupos de filibusteros para que invadieran La Mesilla; además, ordenó a Gadsden que le informara al gobierno de Santa Anna que, de no entregarse de buena gana el territorio solicitado, el pueblo norteamericano lo tomaría por la fuerza.

En la nota que Gadsden entregó al presidente mexicano se dejaba ver claramente la prepotencia del comisionado gringo y de su gobierno. En ella argumentaba que los conflictos fronterizos entre los dos países sólo se resolverían “mediante la extensión de las fronteras de una de estas potencias, a modo de establecer entre ambas una barrera permanente y respetada”, por supuesto, la potencia que habría de extenderse no sería México.

A pesar de esta clara amenaza, Santa Anna decidió resistir. Las negociaciones no avanzaban y Gadsden comenzó a desesperarse, a tal grado que presentó a Manuel Díez de Bonilla, secretario de Relaciones Exteriores de México, una carta en la que lo apercibía del terrible peligro que para México significaba resistirse a los deseos expansionistas de Estados Unidos. En esa carta le explicaba que su gobierno no podría frenar por más tiempo a los colonos norteamericanos que se encontraban ya deseosos de instalarse en el nuevo territorio para “sacarlo de la miseria y convertirlo en un lugar próspero y rico”. Además, advertía sobre la posibilidad de que se repitiera la historia de Texas en los seis estados fronterizos mexicanos y en la Baja California, proponiendo que la mejor solución, para evitar futuros problemas, era aceptar la primera propuesta.

Ante esta situación, Santa Anna entendió que no había manera de evitar el despojo y decidió tomar el toro por los cuernos, para ceder lo menos posible. Sabía que no podía portarse con altanería, porque esa actitud provocaría una nueva guerra para la que México no estaba preparado, y cuyo resultado sería, sin duda, desastroso para México, ya que podría ser anexado en su totalidad o, en el mejor de los casos, convertirse en un protectorado yanqui, como le sucedió a Puerto Rico años después.

Convencido de la necesidad de negociar, Santa Anna nombró, el 30 de noviembre de 1853, como comisionados del gobierno mexicano a los señores José Salazar Ylarregui, Mariano Monterde y Lucas de Palacio, quienes se reunieron el 10 de diciembre para discutir los términos a negociar junto con Díez de Bonilla y Gadsden. La primera propuesta de Gadsden fue rechazada sin discusión por los mexicanos, durante la segunda conferencia, el 16 de diciembre.

Ante las exigencias de Gadsden para adquirir por lo menos la Baja California, Díez de Bonilla mostró que México sólo aceptaría la cesión del terreno indispensable para la construcción del ferrocarril antes mencionado. La nueva línea fronteriza negociada por Díez de Bonilla actualmente divide a los dos países. Es importante señalar que Santa Anna nunca le dio a Díez de Bonilla poderes para enajenar el territorio nacional. Ante la firme actitud de los negociadores mexicanos, Gadsden comenzó a ceder y aceptó la propuesta de Díez de Bonilla.

El tratado lo firmaron el 30 de diciembre de 1853, en el edificio de la legación de Estados Unidos en la Ciudad de México, el propio presidente Santa Anna y Díez de Bonilla, por parte de México, y el comisionado Gadsden, en representación del presidente de Estados Unidos, Franklin Pierce, y lo ratificó el Senado de Estados Unidos el 25 de abril de 1854. El territorio cedido por México fue de 76.845 km²; y la cantidad pactada, 10 millones de dólares, datos que también varían según sea la fuente consultada.

Es evidente que la actuación de Santa Anna al frente del gobierno de la república en sus diferentes periodos presidenciales sería el blanco de muchas críticas negativas, unas fundadas y otras no; pero la historia atrás de la firma del Tratado de La Mesilla muestran claramente el patriotismo y la habilidad negociadora del presidente Santa Anna.

Este tratado, más que vergonzoso para México o para Santa Anna, debe serlo para el país que lo exigió, violando los más elementales derechos de las naciones civilizadas. Cierto, el Tratado no fue lo mejor que pudo haberle pasado a México, pero hay que reconocer que, dadas las circunstancias, Santa Anna obtuvo el menor de los males. A pesar de ello, uno de los más fervientes opositores fue don Miguel Lerdo de Tejada, quien dirigió un brindis por la posible anexión de México a Estados Unidos, en ocasión del banquete ofrecido por el Ayuntamiento de la Ciudad de México a los altos jefes del ejército invasor durante la guerra del 47.

Santa Anna murió el 22 de junio de 1876, y en la esquela publicada en el periódico oposicionista El Ahuizote aparece un párrafo: “La nación debió a este general importantes servicios. Su nombre está escrito en la epopeya de nuestros héroes”. En otra parte de la misma publicación se dice: “…aquel hombre que ha muerto ya, bajó a la tumba sin pompa ni ostentación. Acabó sus días en la miseria más absoluta. Respetemos la memoria del proclamador de la república, del héroe de la independencia y perdonemos los errores del gobernante…”.

En conclusión, Santa Anna fue un hombre de su tiempo, con virtudes y defectos, ambicioso y despreocupado, pero no se le debe acusar seriamente de traidor y vendepatrias, aunque sí de mal gobernante y de conspirador consumado.

* Contacto: feavila03@gmail.com

Referencias

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2. Nevins, Allan. Ordeal of the Union: A House Dividing 1852-1857. (1947).

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10. Muñoz, Rafael F. Santa Anna, el dictador resplandeciente.Fondo de Cultura Económica. México (1983).

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