La casa como patrimonio
Armando V. Flores Salazar*
CIENCIA UANL / AÑO 17, No. 69, SEPTIEMBRE-OCTUBRE 2014
Una de las casas más antiguas de Monterrey la ocupan hoy la Liga de Comunidades Agrarias de la Confederación Nacional Campesina (CNC) y el Museo Estatal de Culturas Populares, operado por Conarte y Conaculta, y se conoce popularmente como “Casa del Campesino”. (1)
Hay referencia de ella desde principios del siglo XVIII, cuando era una humilde casa construida con adobes de tierra, propiedad de Santiago Barrera. En la tercera década la vende a Nicolás van Dale Masiew, quien la reconstruye de calicanto y la amplía de acuerdo a las necesidades de su rango de gobernador del Nuevo Reino de León. Después de haber sido ocupada y ampliada por los subsecuentes gobernadores coloniales durante casi todo el siglo, funcionó como Hospital de Pobres desde 1793, como Colegio de Niñas desde 1859, como Casa del Campesino desde 1932 y como museo desde 1994. Ha sido casa familiar de gobernadores coloniales, casa de salud, casa de estudios, casa de campesinos y casa de la cultura popular.
A la vez, la casa como museo de culturas populares hospedó, de mayo a agosto de 2014, la exposición “De adobe y calicanto. Mi casa, bien lo sabes, también es tu casa”, con pinturas de casas vernáculas del estado, de la maestra Saskia Juárez y textos de Armando V. Flores. La exposición conjuntó visiones descriptivas en el lenguaje pictórico, y visiones sociológicas, antropológicas y culturales en los textos rupestres, como contrapunto, en lenguaje de escritura; mientras que en la sala audiovisual adjunta se proyectó un video con confesiones de ambos autores sobre sus propias casas, vividas y habitadas desde la infancia. (2)
Tanto la invitación de Gerardo Nevárez, director del museo, como la de Saskia de incorporarme al proyecto, me llevaron a una reflexión más profunda sobre la importancia de la casa como clave para el desarrollo armónico del hombre como individuo y como parte de su núcleo familiar y social. Reflexiones que también me permitieron estructurar la conferencia que formó parte de la programación del Día del Patrimonio de Nuevo León, dictada ahí mismo el mediodía del domingo 13 de marzo de 2014.
Por el tema, lo primero que se viene a la mente es la casa primigenia, la que Dios padre les dio a sus hijos en el Jardín del Edén, la que fue llamada Paraíso y de la que fueron expulsados por desobediencia, llevándose sólo su recuerdo como arquetipo que luego tratarán de replicar obsesivamente. A partir de ello debe suponerse que esa casa vivida por cierto tiempo hubo de ser reconstruida en sus mismos términos: confort, seguridad, alimentos, animales y jardín
edénico.
A partir de un gran arco de tiempo desde la casa primigenia en el paraíso a la de nuestros días, para su mejor comprensión hay que comenzar por su definición etimológica, austera como la de cualquier diccionario: Edificio que sirve de habitación; la cual sirve de poco por ser tan genérica, salvo que exploremos las palabras: habitación, que hace referencia a la vivienda, el domicilio y la casa; el también sustantivo habitabilidad, que alude a lo que tiene calidad de habitable; y al adjetivo habitable, que indica lo que puede ser habitado. (3)
Si la casa es donde habito, entonces también se reconsideraría como tal a la escuela, el hospital, la fábrica, el templo, la cárcel; además, la calle, la colonia, el municipio, el estado, la región, el país, el continente, el planeta Tierra, el sistema solar, la galaxia Vía Láctea, y el universo todo.
Como lugar habitable, la palabra casa en nuestro planeta posee muchos sinónimos: cueva, refugio, choza, cabaña, hogar, residencia, palacio, igloo, toldo, carpa, tejaván, tecurucho, tapanco, tienda, posada, mesón, hotel, cantón, casa-móvil, casa de huéspedes, casa de peregrinos, domicilio, hospicio, enramada, bohío, favela, barraca, hogar y un gran, gran etcétera. Y qué decir al respecto de llamar a todo tipo de construcción a que se antepone la palabra casa como sucede en: casa del ayuntamiento, casa de estudios, casa de salud mental, casa de reposo, casa de citas, casa de Dios, casa de migrantes, casa de cambio, casa chica, casa de mala nota y casa de apuestas, entre tantas otras; es sin lugar a dudas una manera de aumentar su importancia y darles crédito de aceptación.
En el pasado, Dios le pidió a Salomón que le construyera su casa, y a San Francisco que se la reparara porque se estaba cayendo. Y en nuestro tiempo, Mario Benedetti cargó siempre un ladrillo para mostrarle al mundo cómo era su casa, y Dana Gelinas abandonó a su madre y a su abuela en el portal de su casa para seguir unida a ella y a ellas en la añoranza.
Si dejamos a un lado las atractivas generalidades para pasar al mundo íntimo de la casa, intención de este ensayo, es posible acercarnos a la dimensión más humana y poética del objeto cultural arquitectónico que amorosamente llamamos casa.
La primera consideración consiste en entender que la casa es uterina como prolongación de la primera estancia de la vida; científicamente somos clasificados como animales uterinos, y de ello se deriva lo femenino como genérico de la casa, y por extensión la mujer se vuelve casa, cueva, refugio, habitación … y dueña y señora de la misma.
La casa bajo techo y la casa a cielo abierto, en su modalidad de patio, le regalan al hombre su dualidad de nómada y sedentario, volviéndolo síntesis del devenir humano. La casa en esas condiciones le permite vivir ambas realidades: la cueva, que lo priva de las inclemencias del tiempo, de los peligros y lo hacen sentir superior a todo, y el jardín que con las estaciones la da la conciencia de tiempo, le devuelve la vida de intemperie y le recuerda que es tan sólo una partecita del todo.
Casa, territorio privado, personal, íntimo, donde cabe sólo lo que yo quiero, acepto y permito. Donde guardo y protejo mis pertenencias, lo que he heredado y lo que voy a heredar. Donde yo soy yo, sin máscaras, sin maquillajes, sin dobleces, sin temores ni hipocresías.
La casa se personaliza con sus habitantes por las transferencias que de ellos recibe, es un retrato fiel de sus usuarios, ahí se petrifican tradiciones y costumbres, ideología y religión, abundancias y precariedades, gustos y preferencias, aceptaciones y rechazos, temores y fantasías. Es un acto confesional involuntario expresado con signos y símbolos mediante formas, texturas, colores, tamaños, cantidades, posiciones, distribución y recursos complementarios que retocan y salpimientan el conjunto.
Es un almacén de recuerdos, un álbum fotográfico que detiene el tiempo, y ello se percibe más fácilmente cuando la habita el silencio, en la soledad temporal de vez en cuando; entonces cada objeto que la compone se vuelve polisémico y nos revela el valor por el que es tan apreciado: la silla-cuna o mecedora donde la abuela hacía la siesta; el retrato de la quinceañera que ya casada vive con su familia en otra casa; el triciclo ya en desuso porque los niños se volvieron adolescentes; el perro que duerme la siesta en el patio, aprovechando el frescor del jardín recién regado; la visita en silencio a la recámara para cerciorarse de que los niños ya duermen; la velación nocturna que aguza todos los sentidos en espera de que llegue del viaje cualquier miembro del grupo; el comedor donde se han celebrado tantas navidades y aniversarios, los olores inigualables que anuncian la lluvia lejana que viene o el pan dulzón que se hornea para la merienda; y así como éstas, tantas otras referencias que me revelan que en la casa se guarda lo más preciado, lo memorable, lo que forma parte de mí, lo que me dice, aun sin estar.
Cuando seguido decimos a personas cercanas y familiares “bienvenido a tu casa”, “ésta es tu casa”, “aquí tienes tu casa” o “mi casa es tu casa, bien la sabes”, es el más abundante y bondadoso acto que se puede ofrecer a quien nos visita porque es, en cierta manera, ofrecernos a nosotros mismos, compartir lo más privado e íntimo con los que llegan; aceptarlos como de los míos, mis iguales. En esos momentos, mi casa soy yo.
Si mi casa soy yo, entonces debe haber igualdad entre ambos en todo sentido: en la apariencia, la salud, el bienestar, en la vida social. Que la simbiosis hombre-casa sea benéfica para ambos. Si hay desigualdad, sólo sus habitantes han de corregirla, pues de no hacerlo se corre el peligro de caer en las deformaciones propias en que se habita. Hombre y arquitectura van siempre juntos, unidos, inseparables, desde la concepción hasta la muerte.
Desde estos puntos de vista, el objeto arquitectónico patrimonial por excelencia es la casa, independientemente de su nombre, clasificación, ubicación, situación legal o distinción. La casa es un patrimonio personal, el garante del confort y la seguridad del núcleo familiar, el objeto que forma y conforma.
Es, además… el más aproximado regreso al Paraíso.
Referencias
1. La Casa del Campesino se ubica en el centro histórico de la ciudad, en la sección conocida como “Barrio Antiguo”, y ocupa media manzana en las calles Mina, Jardón y Abasolo.
2. La Exposición “De adobe y calicanto. Mi casa, bien lo sabes, también es tu casa”, obra de Saskia Juárez y textos de Armando V. Flores, permaneció en exhibición de mayo a agosto de 2014.
3. Larousse Universal, diccionario enciclopédico, Buenos Aires, 1962.
ADENDA
La casa y sus refranes
ANETTE ARÁMBULA MERCADO
De niña, llamó mi atención sobre la arquitectura como objeto cultural el encanto de la ciudad colonial donde vivía. Tomaba clases por las tardes en el antiguo Claustro de San Agustín y, entre una y otra asignatura, aprovechaba para recorrer el centro histórico de la ciudad. Menos sabía entonces cómo mirar, y las calles con sus edificios no coincidían con las medidas de lo que imaginaba, pero esos fugaces itinerarios probablemente comenzaron a encuadrar mi destino profesional como arquitecta.
Tiempo después, nos mudamos de aquella ciudad y reformulamos la casa familiar en Monterrey, cuando tenía 12 años. Convertidos en seres en tránsito, sentía nostalgia por el espacio doméstico que dejábamos atrás: la relación simbólica y poética de nuestra casa autoconstruida, aquélla que había visto crecer junto con nosotros, que había contenido nuestra historia, ideas y afectos como familia. Sentía que al partir, perderíamos esto para siempre.
Más tarde entendí que una casa no es el objeto construido, sino que sus habitantes somos quienes la conformamos. Como lo que da su valor a una taza de barro es el espacio vacío que hay entre sus paredes, de igual manera nuestra nueva casa en Monterrey, cuyas oquedades inicialmente carecían de significado, se transformaría en el sitio de partida donde más tarde adquiriríamos coordenadas propias; asimilaríamos nuestra demarcación y nos apropiaríamos de una referencia inmediata que permitiría orientarnos en el espacio. Desde el momento en que la nueva casa regiomontana se integró en nuestra vida inconsciente, nos convertimos en sus embajadores. Guarida y pantalla para la proyección del “yo”, la casa se transformó en el reflejo de nuestra alma, a veces evidenciando la imagen ideal de uno mismo que ni siquiera existe. Esta casa, jugueteando entre los años, modificó su vacío inicial y evolucionó en mucho más que tabiques: se transformó en esfuerzo. Configuró nichos, patios, geometrías, y atrapó entre sus muros rayos de luz, ojos, sombras, enseñanzas, risas, besos. Entrelazó corazones, amarró cordialidades, y con tranquilidad inamovible presenció sueños escondidos, felicidad y la siempre bella libertad.
Entendida así, la casa tal vez sea el objeto patrimonial más preciado para el hombre. Le es lo más próximo y cotidiano: posee transferencias generacionales y se erige como fiel registro de conocimientos, creencias, fantasías, miedos y economía de sus habitantes. La casa es un objeto documental y cada registro tiene su ser, su personalidad, su carácter, su poder; nunca es torpe ni gratuito. Si dentro del ciclo de la vida, el ser humano emerge del útero materno y finaliza convirtiéndose en materia de la que proviene, entre estos dos puntos está su casa como una tercera piel –o el abrigo sobre su abrigo–, para proporcionarle seguridad y cobijo. No es un lugar donde vivir, sino un sitio donde las relaciones se crean a través de acuerdos hilados, consensados, mágicamente trenzados en el espacio de la casa. Arquitectura al fin, para el servicio del ser humano, no tiene categorías, sino que trata de la vida. La casa es vida.
Hay una relación muy estrecha entre el yo, el tú, el ello y los otros en el ámbito doméstico. Los espacios domésticos son una prolongación de sus habitantes. En éstos se produce la simbiosis entre la casa y sus moradores. Por eso, la casa prevalece en el imaginario colectivo y da lugar a diversas nominaciones (por ejemplo, “La reina de la casa”), o a diversos apelativos que refieren también a su relevancia como arquetipo (“casa de Dios”, “casa de descanso”, “casa de cambio”). La casa constituye, de igual manera, la materia prima para la construcción de frases populares conocidas (“tirar la casa por la ventana”, “caérsele a uno la casa encima”).
En este sentido, la sabiduría popular es prolija en refranes con relación a la casa; algunos francos, otros pícaros, pero todos evidencian la relevancia de la casa en el sentido antropológico, sociológico y cultural: “A casa de tu tía, más no cada día”, “Abre la puerta a la pereza y entrará en tu casa la pobreza”, “En casa de Amanda, ella es la que manda”, “Para los extraños la fianza, y para los de casa la confianza”, “En casa de herrero, asador de palo”, “Ve a casa ajena con la barriga llena”… y, para dejar abierto el tema, “Llena o vacía, casa que sea mía”.