El poder de la palabra
MARCELA GARCÍA ROBLES GIL
CIENCIA UANL / AÑO 17, No. 67, MAYO-JUNIO 2014
Víspera del año nuevo 2014
Calixto me miraba con ojos compungidos, reconoció el objeto y sabía por experiencia que formaba parte de un ritual doloroso. Me vestí de blanco y comprobó que algo desagradable estaba por suceder, pero lo controlé con mi voz serena, le rasqué la piel detrás de la oreja hasta que se echó sobre la espalda, olvidándose de todo, privado de placer mientras yo le frotaba la barriga.
El repentino regocijo de cariños terminó y Calixto volvió a estar alerta, la bata blanca, las caricias, la voz que calma; llegó el momento, lo había aprendido a la mala. Me observó con curiosidad mientras me ponía los guantes, levantó el hocico algo desafiante, resistiéndose a la corridilla de estornudos que le provocaban esos plásticos de olor pungente. Levanté la jeringa contra la luz y, aunque intenté bloquear su mirada con mi espalda, lo escuché llorar como lo hacía cada vez que recordaba la quemazón que le provocaba ese objeto punzante. Intentó levantarse y se lo impedí.
—Calixto, esta vez no sentirás dolor –mentí y se mantuvo en silencio, como siempre debió estar.
Octubre, 2013
Las fiestas en el laboratorio no eran permitidas, pero esa noche un puñado de científicos, neurólogos, zoólogos e incluso el grupo de inversionistas que inyectaron el capital para la investigación, celebraron por igual el inicio de una nueva era.
Un año entero, sin descanso ni cavilaciones nos tomó aplicar los principios teóricos del neurólogo holandés Eugenius Vossen, quien aseguraba haber encontrado una tercera zona en el laberinto cerebral, exactamente entre el área que mimetiza la de Broca y Wernicke, en el hemisferio izquierdo del cerebro animal. Esta tercera zona que, como era de esperarse, fue bautizada tras su descubrimiento como área de Vossen, una callosidad finísima que se desarrollaba por razones desconocidas en el cerebro animal, precisamente entre el área de Broca y Wernicke, responsables del lenguaje en el ser humano. Varias fueron las hipótesis, muchas las especulaciones, pero sólo una certeza: el área Vossen había mantenido a los animales segregados, fieles a su naturaleza salvaje, sometidos al dominio del hombre, quien desde que se irguió en dos pies y balbuceó las primeras sílabas se apropió del poder de la palabra. Los cerebros de los animales, en cambio, comprometían todas sus neuronas a trabajar en áreas funcionales de sensibilidad y movimiento, mientras las otras áreas se mantenían intactas, durmientes. Al extraer tejido de la corteza alrededor de la zona Vossen en animales a temprana edad, Eugenius planteaba la hipótesis de que las áreas Broca y Wernicke se desarrollarían y funcionarían como el cerebro de los humanos, realizando las conexiones propicias para producir el lenguaje.
No se equivocó y esa noche de octubre, Liza balbuceaba sus primeras palabras, desmenuzando las letras con la emoción de sentirlas vibrar y brotar de alguna profunda región debajo de su cuerpo peludo. Levantaba su dedo y pronunciaba con repentino protagonismo cada sílaba comprimida en su cabeza, sin temor a equivocarse e inflamando con aplausos las paredes estériles del laboratorio. Me sentí mareado, quizá fue eso, el estruendo de las palmas, nervioso estallido parecido al que surge de un público ansioso al contemplar un acto circense, quizá la piel arrugada del dedo de Liza o los brinquitos que daba con cada palabra; lo cierto es que mientras todos celebraban, yo me sentí mareado. Liza es un chimpancé, repetí para mis adentros mientras mi corazón se aceleraba, desbordado de miedo. Augurio pesimista y calamitoso, un indeseable nerviosismo de quien atisba la magnitud de rozar los terrenos divinos, parásito voraz que reconocí en mi mente cuando ya era tarde para actuar, o para dejar de hacerlo.
Pan troglodytes, leí obsesivamente la placa sobre su jaula hasta que un vacío en el estómago me llenó de saliva la boca, respiré profundo para contener la náusea y me obcequé con la imagen de Liza, levantando el índice como ET de laboratorio, preludio de algo que nadie supo identificar. Me sacudí el miedo, lo pisoteé en el tapete de entrada a una nueva era y sin darme cuenta comencé a aplaudir como los otros.
Las semanas subsecuentes fueron abrumadoras, por más que se procuró mantener el experimento en absoluta confidencialidad, no se hicieron esperar las fugas indeseables que atrajeron olas de investigadores de todo el mundo, los reporteros amarillistas tomaron los alrededores del laboratorio por la sutil sospecha que generaba la repentina presencia de las fuerzas armadas custodiando cada entrada. Se hizo inevitable la intervención de los organismos mundiales y se duplicaron los esfuerzos de inteligencia por mantener el experimento en absoluta confidencialidad. El ejército obtuvo el permiso correspondiente y se encargó de echar al escuadrón de reporteros que, famélicos por un pedazo de información que nadie les otorgó, se dieron por vencidos y se marcharon; al fin y al cabo optaron por la búsqueda de historias más jugosas, dejando a su paso una nube de improbables incógnitas que no pasaron de un segmento insignificante del programa matinal.
Liza pasó de palabras aisladas a frases completas, superando todas nuestras expectativas, estableciendo en cuestión de horas las sinapsis que en el cerebro humano se producen durante los primeros tres años de vida. El cerebro del animal mostraba un apetito salvaje, una incesante labor por establecer todas las interconexiones neuronales que se viabilizaron con una pequeña disección de la callosidad de Vossen.
La voracidad de la naturaleza avivó la mía, me sentí incitado por la utopía, por el espejismo de una realidad inventada por nosotros mismos, científicos hambrientos de confirmar teorías, cuyas consecuencias, si es que las habría, nos negamos a sopesar. Sentí por primera vez en mucho tiempo la excitación de la ambición y me embriagué de preguntas: ¿y si los perros y gatos hablaran?, ¿cuánto dinero podría generar tal procedimiento?, ¿por qué no intentarlo?, y si hablaran, ¿qué nos dirían?
Precisamente en ese momento de intoxicación me atreví a experimentar en Calixto, no pude contener el espejismo de mi maltrecha divinidad; delirio incipiente de quien ha vivido a la sombra y ahí se queda aunque lo encandile una ráfaga pasajera de luz. Fue fácil hacerlo, mi nombre estaba en el anonimato, otros se habían adueñado del liderazgo del experimento, para mi fortuna; quizá fue simple cobardía, pero algo me aconsejaba mejor quedar exento de tal hallazgo y aunque jamás he creído en el sexto sentido, se me erizaba el cuero al imaginar mi nombre asociado a semejante descubrimiento.
Ciertamente lo hice, cobijado bajo la turbia niebla del anonimato me sentí en plena libertad de actuar. En mi propia casa, esterilizando cada rincón para mimetizar la sala de operaciones del laboratorio, traicionando la confianza de Calixto, mi perro labrador que cargaba la calamidad de trece años encima y que se rendía lánguido bajo el ardor de mi aguja. Se durmió en segundos y sin perder tiempo comencé la cirugía. Me sorprendí tocando con mis manos enguantadas las callosidades cerebrales de Calixto, reducidas a un enredo laberíntico bajo el bisturí.
Él era mi única compañía; vivo solo, alguna vez tuve mujer pero se fue sin aviso, dejando algo de ropa en mi armario, un perfume dulzón en mi almohada y cientos de dudas que jamás me quiso aclarar. En mi soledad, Calixto era un remanso, un ser apacible de cincuenta y pocos kilos capaz de generar en mí, mitad científico acérrimo y mitad intelectual contumaz, un sentimiento nuevo y apacible que adivino opuesto a mi carácter huraño: ternura.
Ahí, sobre la mesa rectangular del comedor, en la que jamás nadie se sentó, yacía Calixto, con el cráneo a medio abrir; manjar predilecto de Dr. Lecter, pensé y me lamenté de inmediato por semejante pensamiento, infantil, morboso y negro, como mi miedo. ¿Qué te pasa? Me pregunté y apretando los dientes hice la primera extracción de tejido cerebral.
Al terminar la intervención, Calixto dormía, ajeno a lo acontecido, mientras yo bebía a sorbos una botella de ron que guardaba en la alacena desde el día en que se fue Carmina.
—¿Qué me irás a decir, Calixto? –me escuché preguntándole cuando entreabrió los ojos.
Liza había tardado algunas semanas en organizar las palabras en frases coherentes; y al escucharla, elocuente y articulada, me resultaba absurdo concebirla en silencio de nuevo. Calixto, en cambio, tardaría más en hablar, si es que lo lograba; no era falta de fe de mi parte, aunque siempre he repugnado el origen místico de ese concepto; no era falta de fe, sino mero pragmatismo. ¿Reaccionaría igual el cerebro de un can que el de un mono?
Me quedé dormido, me despertó un leve ladrido. Con los ojos entreabiertos, Calixto me observaba; parecía estar presente aunque confundido; me puse de pie, sentí un repentino dolor de cabeza que me postró de nuevo en la silla. Escuché un gemido. Calixto, compungido, relajaba las orejas, tardé unos segundos en comprender lo que pasaba hasta que escuché que algo escurría en el piso; no pudo contener las ganas, se orinó sobre la mesa del comedor que Carmina había convertido en un altar sagrado. Empapó con su orina la reliquia de una vida social que no tuvimos, una pieza de caoba que hasta ese momento se había mantenido intacta. Calixto cerró los ojos, abandonándose en el sueño o fingiendo hacerlo para evitar la consecuencia de su sacrilegio. Yo no pude contener una sonrisa que, estoy seguro, Calixto detectó, pues meneó torpemente el rabo. Me quedé junto a él.
Dormitó un par de horas, aunque de vez en cuando gemía. La venda blanca alrededor de su cabeza apretaba sus orejas, ¿cómo habría de explicarle lo sucedido si quizá no me escuchaba? Me levanté despacio, una lanza me perforaba la sien, dolor contumaz, ¿por qué me empeñaba en beber?, me detuve a sujetar mi propia cabeza, pensé en amarrarla como la de Calixto, con vendas y gasas, pero me ganó la dignidad y me aguanté el malestar. Los orines comenzaban a evaporarse, no podía esperar más, limpié la mesa, el piso y el pelo dorado de Calixto; pensé en mi mujer, si aún estuviera conmigo sería ella quien limpiaría.
—Por fin se estrenó tu comedor, Carmina –murmuré con rencor mientras exprimía el trapeador que no dejaba de exudar agua amarilla.
Pasó todo un día, Calixto había asimilado una bolsa y media de suero mientras dormía, y yo esperaba ansioso el momento de verlo salir de la anestesia y escucharlo balbucear. Todos creían ciegamente lo que Eugenius Vossen sostenía: el cerebro más parecido al humano era el del mono, pero ¿qué es lo que mueve la palabra?, ¿por qué no darle una oportunidad a quien lo merece?
No puedo entender el repentino romanticismo que me llevó a experimentar con Calixto, quizá la soledad, la desesperada necesidad de que alguien me dijera un par de palabras que no fueran para venderme algo, para cobrarme algo, para reclamarme o para algo más que una gélida conversación en el área de trabajo. Yo estaba convencido, no era una simple corazonada, y esa certeza fue capaz de sofocar todos mis miedos, mi perro hablaría.
Calixto se fue recuperando, me inventé uno de esos abruptos trastornos virales que suelen aparecer con los primeros vientos y me quedé siete días consecutivos velando su sueño, que parecía prolongarse más de lo normal; o quizá era mi apreciación subjetiva del tiempo, que se empeña en languidecer el reloj cuando menos lo queremos.
A los cinco días de la cirugía le quité las vendas, la sutura estaba fresca y volví a colocarle gasa y vendas limpias. Dos días más y Calixto comenzó a probar bocado, pero le sobrevino una vomitona que terminó con los tapetes que Carmina decidió dejar, precisamente los que menos me gustaban a mí.
—Eres sabio, Calixto –le dije al enrollar el tapete con inusual alegría y esta vez me llamó la atención su mirada, parecía reprocharme, advertir la acidez de mi comentario y lamentarse.
Regresé al laboratorio cuando no pude seguir prolongando mi supuesto malestar viral, Calixto aún estaba postrado y algo me decía que la razón de tal decaimiento no era física. Quince días poscirugía, Calixto enmudecía, fuera de aquel afónico ladrido que dejó escapar antes de soltar la vejiga después de la intervención, Calixto enmudecía. En cambio, en el laboratorio Liza agregaba a su repertorio de palabras oraciones completas, poemas bizarros que repetía sin ton ni son y que lograban meterse debajo de mi piel. ¿Cuánto habría de esperar para que Calixto hablara? ¿Sería que no extirpé toda la callosidad necesaria para que las sinapsis neuronales se realizaran? ¿Debía realizar una segunda intervención?
Las dudas merodeaban mi cabeza como las moscas al plato de Calixto, que sin motivo aparente y en la víspera del año nuevo, se negó a comer; lo recuerdo con la claridad con que llegan a la mente las cosas que nos marcan.
Calixto, otrora hambriento voraz, se acercaba al plato con desgano, sobando con su lengua la superficie porosa de las croquetas y dejándolas de nuevo humedecerse en el olvido. Yo estaba de vacaciones navideñas, por nombrar decentemente el oprobio de contemplar el año que agoniza en relativa soledad, y adivino que Calixto debía sentirse igual. Por más que deseaba mantenerme ocupado, sumergirme en el trabajo, no había remedio, el laboratorio permanecía cerrado para las labores de limpieza profunda y fumigación. Cómo detestaba ese ritual anual, purga ineludible para recibir el año nuevo encandilándose con el espejismo de que el pasado se ha marchado y el presente es impoluto.
—¿Tú también extrañas a Carmina? –le pregunté a Calixto, y asocié su inapetencia con el abandono de mi mujer.
Calixto levantó la cara y sus orejas formaron un trapecio perfecto, comprobé que me escuchaba. ¿Cuándo comenzó a colgarse la piel de sus ojos? Pensé.
—Ya estás viejo, Calixto –le dije y volvió a colocar su cabeza majestuosa sobre sus patas, había pasado más de un mes y noté que comenzaba a crecerle pelo en los alrededores de la cicatriz, me sentí aliviado. Si no lo había hecho hablar, por lo menos no había estropeado su perfección, su indiscutible belleza.
–Buen cachorro –le dije y coloqué mi mano con suavidad sobre su cabeza.
Me fui a mi recámara antes de la media noche, sin interés alguno de ver el comienzo de 2014, Calixto me acompañó y se echó a dormir como siempre junto a la cama, del lado izquierdo, donde Carmina acostumbraba dormir antes de marcharse. Me quedé mirando el techo, pensando en todo y en nada, en Calixto, en el timbre chirriante de la voz de Liza, en la traición de Carmina, en mis puños apretados e incapaces de retenerla, hasta que me deslicé en el sueño.
—Sí la extraño –escuché una voz, ronca, perturbadora, algo robótica, de ésas que provienen de los micrófonos que reverberan sobre las cuerdas vocales de quienes han padecido una traqueotomía.
La oscuridad me despistó y me senté en la cama confundido; debía estar soñando, decidí sin siquiera pensar en Calixto, que me observaba inquieto, sentado como una esfinge junto a la cama.
—A Carmina, la extraño –volví a escuchar y se me heló la sangre, me hundí en bajo las sábanas como un niño.
– ¿Tú?— Comencé a temblar, seguramente era una pesadilla, de ésas que te engañan porque se mantienen en la frontera finísima de lo que pudiera ser posible. Los perros no hablan, concluí aterrorizado, y en ese momento se disiparon los vapores de mi adormecimiento, recordé la cirugía y me quedé tenso, hirsuto.
—¿Quién es? –pregunté escondido entre las sábanas.
—Calixto –respondió, y con eso me dispuse, salí de mi repentino estado catatónico y di un salto fuera de la cama, encendí la lámpara y lo enfrenté con la falsa autoridad con que alguna vez fingí tener al entrenarlo, al enseñarlo a sentarse, a caminar a mi paso en la calle, a orinar solo en los árboles y a no morder mis zapatos.
Me miraba con esos mismos ojos ambarinos, con la postura erguida de un león y el porte simétrico de su monumental cabeza.
—Si se trata de una broma es de muy mal gusto – dije, imaginando que realmente lo sería; si Calixto era capaz de hablar, seguramente la mirada le cambiaría, ¿por qué seguía siendo la misma?
—¿Por qué la dejaste ir? –escuché, y se movía su quijada, como cuando masticaba sus croquetas.
—¡Calixto! –grité emocionado, algo inquieto por su tono y la rigidez de su mirada, como cuando se enfrentaba con Capitán, el pastor alemán del vecino.
—¿Por qué la dejaste ir? –insistió.
—Siempre he querido escucharte, ¿no estás agradecido?
—Carmina –interrumpió
—¿Cómo aprendiste tantas palabras? –pregunté, arrodillándome para abrazarlo, maravillado ante los hechos e ignorando su peculiar estado inquisitivo.
—Carmina –repitió y se liberó de mi abrazo.
—Calixto, ven acá, tenemos que hablar – me sorprendí diciendo y me sentí un lunático perdido.
—¿Por qué la dejaste ir? –Insistió–. Carmina, la extraño.
Abrí los ojos.
Una oscuridad absurda me cubría por completo, enterrándome a la cama, ¿dónde está Calixto?, me pregunté aún aturdido por la escalofriante veracidad de mi sueño. Estiré la mano, encendí la lámpara y el miedo corrió a esconderse, indeseable plaga que no consigo erradicar.
—Calixto –murmuré titubeante ¿será que me respondería con palabras?
Nada, no escuché nada, excepto mi respiración agitada. Crucé la frontera de la cama, tanteé con las piernas la frialdad de las sábanas del lado izquierdo, universo olvidado y desierto. Ahí, en el suelo, estaba Calixto, durmiendo profundamente, ajeno a lo perturbador que pudo ser ese momento y la conversación bizarra que sólo tuvo lugar en mi mente.
Me desplomé en mi lado, apagué la lámpara y me quedé despierto.
Aquel sueño tenía sabor a presagio, un atisbo de lo que podría suceder… Calixto llevaba trece años viviendo conmigo, conocía mis más ínfimos secretos; fiel observador que lo ve todo, lo sabe todo y lo calla.
Testigo mudo, inofensivo aliado en mis peores momentos, ¿quién era yo para otorgarle el poder de la palabra?
¿Por qué la dejaste ir? Me atormentó entre sueños la pregunta, como el vuelo de un zancudo en mitad de la noche, ensordeciendo con su ir y venir obsesivo. De todo lo que pudo decirme, en mi sueño, Calixto eligió hablar precisamente de ella, de Carmina, ¿o era yo quien formulaba la pregunta?
¿Por qué la dejaste ir? Supuse que hablaría de la irreverente necesidad de orinarlo todo, de ladrarle a Capitán en cada paseo, de los placeres de ser acariciado en la barriga, de la forma en que veía el mundo, blanco y negro o a color.
¿Y si decide preguntarme por ella? ¿Cómo explicarle a mi perro que Carmina padeció la misma soledad que él padece en mi compañía? Aún ardía la brasa de su abandono en el fondo de mi pecho, no soportaría que Calixto me contagiara con su imprudente melancolía. Estaba decidido, apreté los dientes y me aferré a la almohada: lo haría el día siguiente y sería un acto compasivo. Después de todo, Calixto estaba viejo, trece años para un perro son una vida entera, ¿acaso no lo detecté esa misma tarde en su mirada?
Al amanecer, escribí una carta de renuncia y la envié a todos los correos electrónicos pertinentes. Nadie estaba despierto; al fin primero de enero, no recibiría respuestas. No las quería, me negaba a explicar mis motivos para alejarme del laboratorio, de Liza, de la efímera omnipotencia. Tomé café negro y no le di nada a Calixto, poco importaba tenerlo en ayuno, pero supongo que me aliviaba el cargo de conciencia; incluso le propiné las abluciones correspondientes, lo lavé, lo desinfecté y le corté las uñas. Preparé de nuevo la mesa del comedor con menos parafernalia, cansado de pretender y apurando el procedimiento antes de que me detuviera la imprudencia de la culpa.
—Estás viejo, Calixto, es por tu propio bien –dije con la premura de quien se dispone a realizar algo contundente, estaba seguro de haberlo soñado, pero debía apurarme; si Calixto balbuceaba siquiera una frase en ese momento, me temblaría la mano.
Calixto me miraba con ojos compungidos, reconoció el objeto y sabía por experiencia que formaba parte de un ritual doloroso. Me vestí de blanco y comprobó que algo desagradable sucedería; pero lo controlé con mi voz serena, le rasqué la piel detrás de la oreja hasta que se echó sobre la espalda, olvidándose de todo, privado de placer mientras yo le frotaba la barriga.
El repentino regocijo de cariños terminó y Calixto volvió a estar alerta, la bata blanca, las caricias, la voz que calma; llegó el momento, lo había aprendido a la mala. Me observó con curiosidad mientras me ponía los guantes, levantó el hocico algo desafiante, resistiéndose a la corridilla de estornudos que le provocaban esos plásticos de olor pungente. Levanté la jeringa contra la luz y aunque intenté bloquear su mirada con mi espalda, lo escuché llorar como lo hacía cada vez que recordaba la quemazón que le provocaba ese objeto punzante. Intentó levantarse y se lo impedí.
—Calixto, esta vez no sentirás dolor –mentí y se mantuvo en silencio, como siempre debió estar.
Lo enterré en el patio sin mayor ceremonia, decidido a recordarlo como fue en vida y unos cuantos meses después me enteré que Liza también había muerto; nadie explicó la causa de muerte, pero yo creo adivinarla.
Sin justificación y sin gran aspaviento, se detuvo la investigación y se engavetó el experimento. Pocas veces me arrepiento, pero cuando siento el resquemor de la culpa en el pecho, me consuelo al pensar que la naturaleza es sabia y sabio es el silencio.
Contacto: mxmarcela@hotmail.com