Vol. 22 Núm. 98 (2019): Noviembre-Diciembre 2019
En el sentido radical del utilitarismo, sólo es valioso aquello que sirve para algo. Nunca queda claro qué es servir para otra cosa; a menos que esa otra cosa lleve a otra más y así ad infinitum y, por ende, ad absurdum. La literatura, los museos, la cultura, en el sentido radical del utilitarismo, no sirven para nada. No obstante, hay quienes se empeñan en hacerlos servir.
En este número de Ciencia UANL aparecen tres textos que abordan estos temas y convocan a la reflexión mientras provocan y revocan al utilitarismo. Sin duda es una edición no común para un espacio de ciencia común. ¿Por qué la literatura tendría que ser útil a la educación?, ¿para suplantar explicaciones racionales por experiencias emotivas o estéticas?; ¿por qué los museos deberían poseer una misión social?, ¿para generar lugares de catarsis?; ¿qué razones hay para que la cultura sea de provecho?, ¿para canalizar los impulsos de la condición salvaje? Preguntas que banalizan la superioridad de lo que no sirve. Del mismo modo que se vulgarizaría la trascendencia, si después de escuchar uno de los nuevos lemas utilizados en la Universidad Autónoma de Nuevo León (educar para transformar y transformar para trascender), se preguntará: ¿de qué sirve trascender? ¡De nada! Hay dimensiones o realidades que son bienes y fines en sí mismas. Por tanto, no deben servir, sólo ser servidas.
La literatura y los museos, como las artes y las ciencias mismas, son parte de la cultura. No deberían ser objetos de estudio o cosas para mostrar, a menos que se tenga el propósito de imitarlas, de apropiárselas en el sentido de expandir las fronteras de nuestro íntimo más acá. Son dimensiones, dinamismos, fluidos de ires y venires de la vida misma. Así como la vida sólo sirve para ser vivida, la cultura no va más acá de ser cultivada y convertirnos en cultivadores, lectores, coleccionadores, artistas, artesanos, científicos y, al final, en nosotros mismos, paradójicamente… proyecto y no abyecto de nuestro más allá actual. Somos más o menos eruditos por el número de cosas que sabemos; sin embargo, resultamos más o menos cultos por las que cultivamos. La vida en los museos, la literatura de la vida, la natura hecha cultura, la cultura hecha sangre en el cuerpo, son realidades más allá del padecer y gozar: son modalidades de ser en sí y para sí mismas que no deben servir, sólo ser servidas.
En el texto “Desarrollo del concepto de museo”, Alejandro Hinojosa concluye que todavía falta mejorar el concepto de museo por encima de una mera colección pública puesta al servicio educativo de la cohesión social. Sin duda, los museos son los territorios de las musas; cuyos espacios tienen sentido en la medida que inspiran a los humanos a convertirse en seres de estética privilegiada, cualesquiera que sean sus cánones. Por su parte, Aída Victoria Pallares e Iram Isaí Evangelista, al abordar la literatura de Arreola desde la perspectiva de Marcuse, concluyen denunciando el sutil doblez de consumir cultura: cuando algo es tan gratis que no requiere esfuerzos, Usted mismo es la mercancía dispuesta para el mercado. Mariana Treviño nos recuerda que la democracia de la cultura no debe degenerarse en la utilidad de la cultura, sino convertirse en respeto, admiración y arrobo por las maneras de sentir, pensar, actuar y realizarse en la existencia. En definitiva, tres textos con tres retos y una sola ciencia: la sapiencia que se cultiva en Ciencia UANL.
Jorge Francisco Aguirre Sala
Universidad Autónoma de Nuevo León