Libro y delirio

Marcela García Robles Gil*

CIENCIA UANL / AÑO 17, No. 65, ENERO – FEBRERO 2014

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Cuando Aristóbulo nació, las enfermedades eran reliquias del pasado, fósiles de experiencias crueles y viscerales que tuvieron que enfrentar sus ancestros para evolucionar. La tecnología de punta era una especie de religión, los seres humanos se aferraban a ella con la misma fe con que otrora lo hicieran por los ángeles o los santos, a diferencia de que estos últimos nunca fueron tan efectivos en conceder milagros.

La última guerra había devastado el mundo entero, un cataclismo terminó con tres cuartas partes de la población mundial. Los sobrevivientes unieron fuerzas y se reorganizaron en una comunidad virtual mundial que se estableció geográficamente en torno al ecuador; el polo norte y el polo sur se convirtieron en basureros radioactivos. Nació la Alianza Tecnológica Mundial (ATM) y a cien años de posguerra el mundo no era ni la sombra de lo que fue. La medicina recibió fuertes inyecciones de capital tecnológico, los sobrevivientes lograron erradicar las enfermedades por completo; la varicela, las paperas, la hepatitis, incluso el HIV eran apenas especímenes almacenados en tubos de ensayo, calamitosas reliquias de antaño. Los tumores, las células cancerígenas y los defectos congénitos eran material de historias de ficción, tan lejanos e imposibles como los dinosaurios.

Aristóbulo fue uno de tantos niños que no fue vacunado, nació en la impoluta sala de un hospital que se erguía sobre los escombros de lo que alguna vez fuera una ciudad del sur de México, dos robots asistieron el parto y un tercero realizó las labores pediátricas. La robótica había escalado niveles indecibles, los humanos crearon una subespecie que en ocasiones parecía ser más inteligente. La infancia de Aristóbulo fue como cualquier otra, compartía el día con sus compañeros en la aldea de menores, intercambiando chips de conocimiento a la hora del recreo, jugando al futbol virtual y en la sala de experiencias, viajando al pasado en cápsulas de memoria, en fin, un niño privilegiado pero normal. Pertenecía a la honorable Unidad Uno, la primera de las tres unidades establecidas por la ATM.

Sus padres se dedicaban, como todos los adultos responsables de dicha unidad, al desarrollo de la ciencia y la tecnología, realizaban encuentros virtuales con otros individuos UU que como ellos tenían en sus manos el futuro de la humanidad. Los ciudadanos de la Unidad Dos se dedicaban, en cambio, a la mano de obra robótica, fabricación y logística de los robots que realizaban las labores de servicio: mentores, médicos, obreros, cocineros, meseros, agricultores y un sinfín de especialidades técnicas e indignas de ser realizadas por los seres humanos. La UU y la UD convivían en armonía y en ocasiones la única diferencia visible era el color de sus túnicas: blanca para la UU y azul para la UD.

El rojo había sido designado para clasificar a los miembros indeseados de la sociedad, los de la Unidad Tres, que por supuesto se negaban a usarlo y vestían ropas variopintas. En la UT vivían los desafortunados, víctimas de un delirio comunitario, personas que se habían negado a abrazar la tecnología y se empeñaban en vivir intoxicados por el pasado, un grupo de personas a las que se les concebía hundidos en la miseria.

Grandes barreras separaban el infortunio de los miembros de la UT, nadie podía imaginar que un grupo de personas sobreviviera dentro de un claustro rodeado por una muralla de piedra; se decía que prepa- raban sus propios alimentos, que no tenían robots y que incluso albergaban mascotas, perros y gatos que la ATM había exterminado por considerarlos agentes contaminantes. Los habitantes de la UT se organizaban en clanes familiares, estudiaban en escuelas arcai- cas y participaban en rituales religiosos a plena luz del día, a pesar de que la ciencia había descartado la ridícula idea de la existencia de un ser superior o deidad. Más allá de arraigarse a ciertos ideales que implicaban atraso, los individuos de la UT eran considerados rebeldes que se empeñaban en desobedecer todo tipo de ley, incluso la más importante de todas, el juramento de Eterno honor y honra a la tecnología que habría de hacer cada individuo frente a una autoridad de la ATM al cumplir la mayoría de edad. Nadie podía salir ni entrar a la UT, pues a pesar de que los cultivos aleatorios de las muestras de sangre recolectadas por los robots de monitoreo que enviaba la ATM no mostraban gérmenes ni bacterias, no se descartaba la posibilidad de brotes aislados de alguna enfermedad resistente. Nadie estaba interesado en conocerlos, nadie hablaba de ellos, los habitantes de la UT eran apenas un oprobio detrás de una muralla de piedra.

A pesar de esta pequeña comunidad residual, el mundo funcionaba bien, un engranaje universal casi perfecto en el que la producción agropecuaria se restringía exclusivamente a las regiones que habían probado ser las mejores en el campo y ganado, lo mismo con la pesca. La ATM se encargaba de recibir y distribuir a todo el mundo con la eficacia del sistema de trenes rayo, que recorría la circunferencia completa del globo terráqueo a nivel del ecuador dos veces al día, haciendo entregas en las unidades congregadas en la región ecuatorial. Se garantizaba que todos recibieran lo mejor que el mundo podía ofrecer; los robots trabajaban el campo a la perfección, la siderurgia, la pesca y por supuesto eran los arquitectos encargados de la reconstrucción de las grandes ciudades.

La vida de Aristóbulo transcurrió sin novedades, hasta el día en que aprendió el significado de una palabra que cambiaría su vida: libro.

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Según el mentor, el libro había sido una extraña y silenciosa arma letal, capaz de provocar el peor delirio en el ser humano en un crisol inimaginable de formas. Aristóbulo volcó su interés en esa rara condición que aquejó a sus ancestros, ese estado de estupor que se apropiaba de quien estuviera en contacto con los libros; muy a pesar de su inofensiva apariencia porque, según los mentores, dichos ejemplares estaban hechos de papel y tinta. Aristóbulo, curioso contumaz, repitió todos los días subsecuentes estas dos palabras en su mente: libro y delirio.

Todos sus compañeros sintieron miedo, él, en cambio, deseaba con fervor encontrarse uno de esos especímenes letales en los viajes al pasado, pero los mentores hacían caso omiso de sus inquietudes y Aristóbulo por primera vez comenzó a sospechar que las experiencias virtuales en las aldeas de menores eran controladas.

Entonces cuestionó a sus padres, quienes se indignaron por su atrevimiento, un niño de la UU no debía especular ni romantizar como un vil miembro de la UT, que dicho sea de paso, vivía intoxicado por esa droga letal y adictiva que producían los libros: la literatura.

Aristóbulo fue alimentando su curiosidad, llenando de preguntas los cartuchos de memoria de los robots mentores.

––¿Por qué sucedió la última guerra? ¿Cómo viven los de la UT? ¿Por qué los viajes al pasado son acompañados? ¿Cómo se relaciona el libro y el delirio? ¿Cómo se siente el delirio, cuánto tiempo dura? ¿Por qué es adictiva la literatura?

Nunca obtuvo respuesta, los mentores estaban programados para rechazar preguntas de esa índole, acumulándolas en una carpeta que periódicamente era vaciada en el olvido del limbo virtual. Aristóbulo perdió la paciencia y cansado de no encontrar respuestas se dispuso a investigar.

Algo ocultaban los mentores y estaba dispuesto a descubrir las partes amputadas de aquella verdad a medias, así que una tarde, cuando todos se habían marchado, Aristóbulo volvió a la aldea de menores. Al entrar sintió un estremecimiento, augurio de un despertar; la aldea de menores era igual con o sin estudiantes, igual el silencio, igual la ausencia y la presencia.

Entró en la sala de experiencias, nadie había pensado jamás en restringir la entrada a dicha sala, nadie previno tal curiosidad. Aristóbulo recorrió los pasillos, acariciando los cartuchos de cápsulas de memoria que flotaban en el aire, se colocó los lentes 3D y comenzó a seleccionar aleatoriamente las vivencias mutiladas, algunos cortes eran fulminantes, otros sublimes, pero todos, sin excepción, suponían fragmentos de algo prohibido. ¿Qué sería aquello que se empeñaban los mentores en ocultar? Se preguntaba cuando saltó a la vista un grupo de cartuchos que parecían ser de otro color, estaban apilados al fondo de la sala, no flotaban, al contrario, estaban sumergidos en una especie de líquido oleoso, como fotografías a medio revelar. Aristóbulo tomó uno de los cartuchos, lo secó con la punta de su túnica y lo dejó flotar en el aire, el cartucho comenzó a cambiar de color y la memoria a presentarse frente a sus ojos.

Era una escuela, reconoció Aristóbulo con rapidez al comenzar ese viaje al pasado, una versión arcaica de la aldea de menores en donde muchos niños de su edad corrían y gritaban. Algunos jugaban futbol de la forma más arcaica, pateando el balón con los propios pies, Aristóbulo sonrió al imaginar lo cansado que sería andar de un lugar a otro sin parar, detrás de una bola. Entonces algo llamó su atención, era un niño que no jugaba, en cambio estaba sentado debajo de un árbol y sostenía algo entre sus manos, tendría más o menos su misma edad. Como tantas otras veces, tuvo deseos de acercarse y para su sorpresa pudo hacerlo, ese cartucho era diferente, podía controlar la vivencia y moverse a voluntad, Aristóbulo se detuvo frente al muchacho; si fuera real podría tocarlo, pero sabía que era apenas una memoria, un espejismo.

—¿Qué te ocurre? –le preguntó sin esperar respuesta.

El niño parecía en otro mundo, ajeno a todos, inmerso en un estupor, en un éxtasis inexplicable, Aristóbulo observó que algo sucedía en su rostro, los extremos de sus labios se estiraban hacia arriba, era una expresión extraña que reconocía de otro viaje, algo así como sontía o sonría, eso, exactamente: sonrisa.

La memoria desapareció al instante, Aristóbulo se estremeció cuando sintió que alguien tocaba su hombro. Se quitó los lentes y se encontró con las facciones heladas de un robot mentor.

—Esta área es prohibida –dijo y levantó a Aristóbulo con un disco antigravedad, alejándolo de la sala, del cartucho, de la vivencia y de ese niño y su sonrisa.

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Aristóbulo nunca habló de eso con sus padres, el robot mentor dio aviso confidencial del incidente, en los días subsecuentes colocaron llave en la sala de experiencias y se cancelaron los viajes al pasado para los miembros de la aldea de menores. Jamás volvió a entrar, pero se dedicó a investigar ese misterio, ese secreto que guardaban bajo llave y lo hizo en el lugar en donde intuyó que nadie indagaría, ese lugar en el que según sus padres se albergaban todos los delirios: la Unidad Tres.

Una noche trepó con cautela la barda que limitaba la UT y entró sin que nadie percibiera su presencia. Esperó a que amaneciera arropado en su túnica y cuando salió el sol comprobó que la UT era muy parecida a las vivencias del pasado; las personas se despertaban y salían de sus casas en total libertad, era un festín de colores, algunos compraban periódico, ese papel que según los mentores tenía un nivel de toxicidad parecido al del libro y que era descaradamente vendido por muchachos vocingleros en las esquinas. Aristóbulo se sintió observado; quizá era su túnica, pero algo en sus miradas reflejaba tristeza.

Un niño se acercó y le dio la bienvenida. También sonreía y Aristóbulo apretó los labios en un intento imposible por imitar su gesto.

—¿Vienes de la UU? –preguntó el niño mientras cargaba un bulto detrás de su espalda que Aristóbulo imaginó serían libros, ¿será posible?

—Sí –respondió Aristóbulo.
—Seguramente lo descubriste.
—¿Descubrí qué?
—No tengo tiempo, he de llegar temprano a la escuela.

—¿Qué llevas en la espalda? –preguntó, pero el niño salió corriendo.

Aristóbulo lo siguió, se le perdió entre una multitud de otros niños, todos vestidos de forma diferente, rojos, amarillos, azules, blancos, trajes de dos piezas, pantalones cortos y las niñas de vestidos estampados. Se sintió mareado y se reclinó en una barda.

—¿Te sientes bien?

Aristóbulo levantó la mirada, de nuevo una sonrisa, esta vez sintió algo dentro, un deseo real de mimetizarse con ella, de producir una sonrisa.

—Has venido solo, supongo –Aristóbulo asintió con la cabeza, supuso se trataba de una mentora, de una maestra o como fuera que les llamaran.

—No tengas miedo, pero antes de cualquier cosa debes registrarte –dijo señalando un edificio a lo lejos.

Aristóbulo la vio marcharse y se dirigió a donde le había indicado, se encontró con un robot en la puerta del recinto; me encontraron, pensó y antes de que pudiera reaccionar, el robot se acercó con parsimonia y le escaneó la córnea con una luz verdosa que lo dejó encandilado.

—Bienvenido, Aristóbulo –dijo el robot y, tomando su mano, pinchó la yema de su dedo índice hasta dejar salir una gota de sangre. La recogió con un diminuto tubo de ensayo y se retiró de la puerta para dejarlo entrar.

Una estantería enorme de piso a techo sostenía centenares de libros, Aristóbulo se detuvo en el atrio, una bóveda de cristal cortaba la luz del sol que desangraba en tonos ambarinos sobre una mesa de caoba y sobre ésta, abierto por el medio, un libro enorme. Se acercó sin miedo, probablemente ya estaba intoxicado al simplemente experimentar el olor que exudaban los libros, tan sutil como el de la lluvia antes de caer.

Eran nombres, cientos de nombres.

—Son títulos de libros, puedes escoger –escuchó la voz del robot.

Aristóbulo repasó las palabras, estaban escritas a mano, se quedó pasmado frente a la maravilla de caracteres independientes, escritos a puño y letra que se enredaban entre sí y que tuvo a bien desenmarañar.

—¿Y después? –preguntó.

Nadie respondió. El robot se había esfumado, como el recuerdo de la UU en las primeras líneas leídas.

Unos años después se desencadenó la séptima guerra mundial.

La ATM no pudo detener la ola de rebeldes que escaparon de la UT, anarquistas, liberales con libros a cuestas, que fueron intoxicando con literatura al resto de la humanidad. La robótica volvió a cumplir una

labor funcional y las aldeas de menores se transformaron en escuelas interactivas en donde los libros fueron el centro de la educación.

Pasaron los años y las personas aprendieron a sonreír con naturalidad, incluso Aristóbulo, que murió sonriendo y con un libro en la mano. Algunos se empeñaron en que era un santo, en algunas regiones después de su muerte se le entronizó y se creó el primer Cultus Literatus, una especie de secta que se reunía en un santuario en donde se guardaban las reliquias de Aristóbulo, los primeros libros que leyó en esa biblioteca de la UT, retazos de ropa, cintas de zapatos, hasta un mechón de su cabello y otro del de sus padres.

A diez años de su muerte, sin embargo, alguien se atrevió a cuestionarlo, otros lo siguieron y se rebelaron rompiendo con el Cultus Literatus, afirmando que Aristóbulo no era un dios ni un santo, apenas un niño curioso de blanco que se perdió en los libros y su delirio.

Nació la RATM (Renovada Alianza Tecnológica Mundial), y poco a poco se fue llevando al mundo a un orden universal. Cien años después se prohibió la di- fusión de los libros, en cualquier formato posible, se reestablecieron la UU, UD y en la UT terminaron los rebeldes, los anárquicos, los que se empeñaban a rendir culto a la literatura, los seguidores de Aristóbulo y el Cultus Literatus.

Nadie podía imaginar que un grupo de personas sobreviviera dentro de un claustro rodeado por una muralla de piedra.

Entonces nació Irasema…

Cuando Irasema nació, las enfermedades eran reliquias del pasado, fósiles de experiencias crueles y viscerales que tuvieron que enfrentar sus ancestros para evolucionar. La tecnología de punta era una especie de religión, los seres humanos se aferraban a ella con la misma fe con que otrora lo hicieran por los ángeles, Aristóbulo o los santos, a diferencia de que estos últimos nunca fueron tan efectivos en conceder milagros.

La vida de Irasema transcurrió sin novedades, hasta el día en que aprendió el significado de una palabra que cambiaría su vida: libro.

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