Los méritos de Joaquín A. Mora

 

Armando V. Flores Salazar*

CIENCIA UANL / AÑO 21, No.90 julio-agosto 2018

La vida de Joaquín Antonio Mora Alvarado, personaje destacado en la cultura regiomontana, se sucedió en tres periodos o ciclos muy bien definidos y autorregulados. Un primer tiempo mexicano desde su nacimiento, el 21 de agosto de 1906, en el serrano pueblo minero llamado Estación Velardeña, del municipio de Cuencamé, en el estado de Durango; luego, y a partir de 1912, en plena Revolución, una estancia familiar en la novel ciudad de Torreón, Coahuila, donde realiza sus estudios primarios que concluye en 1916. Un segundo tiempo fronterizo en las ciudades texanas de Laredo, McAllen y Austin –EUA–, donde se establece la familia y cursa los estudios reglamentarios hasta titularse como arquitecto en 1931. El tercer tiempo, el regiomontano, queda marcado con su llegada a la ciudad de Monterrey en 1932, donde se desarrolla profesionalmente en varios campos, establece su familia de tres hijos varones –Héctor Javier, Joaquín y Gerardo– con Hortensia Salazar Aguirre, y se cierra con su sentida muerte el 13 de marzo de 1966.

En este tiempo regiomontano Joaquín encuentra su primer acomodo en el despacho del arquitecto Jose Manuel Muriel Cabrera, y tras su eficaz desempeño en obras como las remodelaciones del Hotel Colonial y del Colegio Civil del Estado para sede de la Universidad de Nuevo León, pasará de empleado a coasociado del despacho nombrado Muriel y Mora, sociedad que se concluye con la muerte del arquitecto Muriel en 1941.

Por ese tiempo, las labores sustitutas del Consejo de Cultura Superior le son devueltas a la Universidad de Nuevo León, comenzando a operar como tal en septiembre de 1943, abalada por la nueva Ley Orgánica de la Universidad que publicó como decreto la XLIX Legislatura del Estado. Además de las escuelas y facultades ya agremiadas de origen son creados tanto el Instituto de Investigaciones Científicas, bajo la dirección de Eduardo Aguirre Pequeño, para promover la investigación científica, como el Departamento de Acción Social Universitaria, bajo la dirección de Raúl Rangel Frías, con la misión de difundir la cultura y poner sus beneficios al servicio de la colectividad. Es este departamento la gran puerta de entrada que acoge el desempeño universitario del arquitecto Mora.

Es en la publicación Armas y Letras, el boletín mensual de la Universidad de Nuevo León, donde encontramos los primeros datos de esta fructífera relación. La mensualidad de agosto de 1946 con- tiene como artículo de portada la “Reseña de la Universidad de Nuevo León”, en el que se informa de los pormenores de la Institución y entre ellos que la Facultad de Ingenierías –así, en plural– ofrece los grados de ingeniero civil, topógrafo y arquitecto. En su sección de arquitectura colaboran como maestros los arquitectos Lisandro Peña, Juan R. Múzquiz y Joaquín A. Mora. El arquitecto Mora vuelve a aparecer en el boletín de enero de 1947, en una nota de Alfonso Reyes Aurrecoechea, promoviendo una exposición de pintura de los miembros de la asociación “Oleo y Acuarela”, y en ella Mora aparece como expositor y como presidente de la agrupación. Vuelve a aparecer en el boletín de marzo, ahora como expositor individual en el aula “Juan C. Doria Paz” y como complemento de la misma los trabajos de sus alumnos de arquitectura con proyectos realizados en el curso regular de diseño arquitectónico.

En el boletín de abril de 1948, en la sección de “Notas universitarias” se anuncia que, en la sesión del 21 de abril, el Consejo Universitario acordó la creación de la Facultad de Arquitectura, que venía funcionando desde 1946 como Escuela de Arquitectura bajo los auspicios de la Facultad de Ingenierías, y el nombramiento de Joaquín A. Mora como director fundador (1948-1951) y “a quien se debe en gran parte la iniciativa para la fundación de este instituto” (Armas y Letras, 1948).

Como coordinador de la Escuela de Arquitectura se le solicita al arquitecto Mora el diseño del nuevo edificio para la Facultad de Medicina en el campus del área biomédica, vecino del Hospital Civil. El proyecto fue aprobado sin modificaciones y su construcción se inició de inmediato en 1948, se concluyó a finales de 1951 y fue inaugurado en 1952, por el presidente de la república, Miguel Alemán Valdés. En consecuencia, y dada la vecindad con el Hospital Civil, éste es declarado hospital-escuela y por decreto del Congreso del Estado del 2 de junio de 1952, Hospital Universitario. El proyecto fue enriquecido históricamente en 1982 con el traslado a su patio oriental de los restos mortales del fundador de la escuela, el médico José Eleuterio González, y la escultura sedente con su efigie, obra del escultor Miguel Giacomino, instalada desde 1914 en la plazuela del primigenio Hospital Civil en las actuales calles de 15 de Mayo y Cuauhtémoc. Tal proyecto fue promovido en 1982 por el rector Alfredo Piñeyro López y supervisado en su ejecución por quien esto escribe.

Es también en Armas y Letras, en el boletín de diciembre de 1948, en que aparece el resultado del concurso convocado por el Consejo Universitario para la propuesta de un lema y un escudo para representar a la Universidad, siendo declarado ganador la propuesta presentada bajo el seudónimo de “Cástor y Pólux”, y sus autores Enrique C. Livas y Joaquín A. Mora. El diseño del escudo en formato circular y el lema: Alere flammam veritatis –“Alentar la flama de la verdad”– se comenzó a usar de inmediato en enero de 1949, tanto al interior de la institución en la papelería de todas las dependencias universitarias, como al exterior en la portada del boletín Armas y Letras, con difusión local, nacional e internacional.

En la cuarta anualidad de la Escuela de Verano, celebrada en julio y agosto de 1949, se presentaron en las aulas universitarias exposiciones sobre arte plumario y etnografía como respaldo a las conferencias magistrales ofrecidas, y en el vestíbulo del Aula Magna la exposición pictórica de óleos y acuarelas del arquitecto Mora. Por su magistral manejo de la técnica pictórica de la acuarela, y por las series de El Quijote y Las mil y una noches con ella producidas, se le considera por la crítica especializada como uno de los mejores acuarelistas a nivel nacional.

En julio de 1950 se publica el número 8-9 de la Revista Universidad, en ella se le da crédito al arquitecto Mora como diseñador gráfico de las letras capitulares del texto y como autor de dos ensayos de suma importancia para los estudios históricos de Monterrey: en la sección “Reconstrucción del pasado” aparecen las “Investigaciones históricas sobre el Monterrey antiguo” en el que como historiador –sin asumirlo ni presumirlo–, y apoyado en fuentes documentales, demuestra el sitio exacto de la primigenia fundación de la ciudad capital, Nuestra Señora de Monterrey, y en “El palacio de nuestra señora de Guadalupe” presenta una lectura arquicultural del edificio que inició la modernidad arquitectónica en la región y que sentará las bases arqueológicas para su posterior restauración y puesta en uso como Museo Regional del INAH. Como frutos de estas investigaciones serán tanto la restauración del edificio del Obispado que la concluye en 1953 y será inaugurado como museo regional en el 350 aniversario de la fundación de la ciudad de Monterrey en 1956; y el diseño del gran mural de 22.60 por 6.20 metros, que titula “Fundación de Monterrey” y en el que el emblemático cerro de “La Silla” y una rosa de los vientos centralizada dividen en dos partes iguales la composición: a la izquierda, el pasado histórico de la ciudad, y a la derecha, el presente con visión modernista de la misma. La ubicación del mural, realizado en teselas de mosaico veneciano, desde que fue inaugurado en 1963, ha sido vecino del Ojo de agua de la Ciudad.

Su amistad personal y compañerismo laboral universitario con Alfonso Reyes Aurrecoechea, Francisco M. Zertuche, Manuel Martínez Carranza, Enrique C. Livas y Raúl Rangel Frías, entre otros; su disposición al trabajo multidisciplinario en equipo y el perfil profesional adecuado, serán coadyuvantes en su carrera política que lo llevarán a ser nombrado rector de la Universidad de Nuevo León, de septiembre de 1958 a octubre de 1961, momento histórico trascendente para enfrentar la titánica tarea en ciernes: la construcción de la Ciudad Universitaria de Nuevo León.

El origen del proyecto de una ciudad universitaria en Monterrey comienza con las atenciones que el presidente Miguel Alemán Valdés recibe de manos del gobernador Ignacio Morones Prieto –excolaborador del presidente Alemán como subsecretario de Salubridad y Asistencia de 1946 a 1948– y del rector de la Universidad, Raúl Rangel Frías, en su visita oficial a la ciudad de Monterrey en el verano de 1950, cuando el H. Consejo Universitario le otorga al presidente Alemán el reconocimiento de Mérito Universitario en grado eminente, y que culmina con el decreto presidencial de octubre de 1952, en el cual se destina la parte norte, sin uso, del Campo Militar, para el uso exclusivo de construirse en él la Ciudad Universitaria de Nuevo León.

En octubre de 1955 asume la gobernatura del estado Raúl Rangel Frías, y en su discurso oficial reitera el encaminar todos sus esfuerzos a la realización de dicha obra. Para 1957 se inician los trabajos preliminares y en noviembre son declaradas formalmente iniciadas por el presidente Adolfo Ruiz Cortines.

El arquitecto Mora es designado rector de la Universidad por el gobernador Rangel Frías el mismo mes de septiembre de 1958 cuando recién se inauguraron los edificios para las facultades de Derecho e Ingeniería Mecánica y Eléctrica, los laboratorios y talleres generales o comunes y la Alberca Olímpica. En 1959 se dio inicio al edificio para la Facultad de Ingeniería Civil, mismo que fue concluido a principios de 1960, además se da comienzo a la Facultad de Comercio y Administración, y en el verano de ese año se anuncia el inicio de la Torre de Rectoría, el Estadio Olímpico Universitario y la Facultad de Arquitectura. También se comienza la pavimentación de la nueva Avenida Universidad en el tramo que va de Calzada Madero al Arroyo del Topo Chico. De estas obras la Facultad de Comercio y Administración es inaugurada en enero de 1961, mientras que la Torre de Rectoría y la Explanada, con obra escultórica de Federico Cantú, lo son en septiembre del mismo año por el presidente Adolfo López Mateos.

En paralelo al celo con que dirigió los destinos de la Universidad en tanto la construcción de Ciudad Universitaria, el rector Mora coadyuva para dejar establecidos: el Centro de Estudios Humanísticos y su anuario Humanitas, la Orquesta Sinfónica, el Patronato Universitario, el Patrimonio de Beneficio Universitario, la Librería Universitaria, la Opera Universitaria, la Imprenta Universitaria y presidió la Asociación Nacional de Universidades e Institutos de Educación Superior –ANUIES–, el foro de interactuación de las universidades con los gobiernos federal y estatal y que servirá de antecedente para que Alfonso Rangel Guerra ocupara la Secretaría General Ejecutiva por cuatro periodos consecutivos, de 1966 a 1977, tiempo crucial para la educación superior en el país; Reyes Tamez Guerra presidiera el Consejo Regional Noreste de 1996 a 2000, y a nuestros días, María Teresa Ledesma Elizondo, directora de la Facultad de Arquitectura, ocupe la vicepresidencia de la región noreste de 2018 a 2020.

A más de cincuenta años de su rectoría, su nombre como un “no me olvides” sólo se encuentra al interior de Ciudad Universitaria en el auditorio de la Facultad de Arquitectura, si bien también existe una escuela primaria en la vecina ciudad de Guadalupe que lleva su nombre, una calle en el fraccionamiento de Los Girasoles en Escobedo sur, y un esbozo biográfico en el libro Educadores de Nuevo León, publicado por la Universidad Mexicana del Noreste (1996).

Consciente de ello, me sentí contento y satisfecho luego de que la Comisión de Honor y Justicia del H. Consejo Universitario me invitara en enero del presente año 2018 a completar los méritos del personaje para respaldar la propuesta de un amplio y público reconocimiento a su destacada labor universitaria.

 

* Universidad Autónoma de Nuevo León.

Contacto: armando.floressl@uanl.mx

 

REFERENCIAS

Notas universitarias. (1948). Armas y Letras. 5(4).

Adenda

Breve semblanza de mi padre: arquitecto Joaquín A. Mora

Héctor Javier Mora Salazar

En el devenir de los años 10 y 20 del siglo pasado, la niñez y la juventud de Joaquín Antonio se enriquecieron con nuevos conocimientos y un nuevo idioma, los cuales mi padre abrevó diligentemente dentro de las aulas de la escuela parroquial y del Hig School de McAllen, Texas, ciudad a donde se trasladó su familia, obligada por circunstancias históricas prevalecientes en su patria.

Percibiendo Néstor Mora y Valentina Alvarado la destacada trayectoria académica y el sobresaliente talento para dibujar de su hijo Joaquín, decidieron inscribirlo en la Universidad de Texas, en Austin, donde obtuvo exitosamente el título de arquitecto.

Al enfocarme ahora en la personalidad cotidiana, meramente familiar, de este joven, quien al paso de los años formaría la familia Mora Salazar de Monterrey, me ilustran para ello las siguientes anécdotas contadas por mi abuelita:

“Por ser mi hijo un joven apuesto y talentoso, lo cortejaban no una, sino varias texanitas… Y ante tal acoso, se le ocurre una estratagema: cita a tres de las más insistentes en igual lugar y a la misma hora… Lo que bastó para desprenderse de tan molesto asedio”.

“Al vacacionar en la casa paterna en el transcurso de los estudios universitarios”, prosigue mi abuela, “Joaquín pasaba largas horas dibujando y pintando acuarelas a la sombra de un frondoso durazno, y comiendo, de vez en vez, los deliciosos frutos que aquel árbol prodigaba”.

Ya titulado, el joven arquitecto decide regresar a su patria. Llega a Monterrey y se vislumbra ya lo que sería mi familia, cuando conoce, en los tradicionales paseos de jóvenes de la plaza Zaragoza, a una señorita regiomontana llamada Hortensia Salazar Aguirre, con quien decide casarse poco tiempo después.

¿Cómo se gestó tal relación?… Sucede que, al estar dando las consabidas vueltas a la plaza, donde se cruzaban hombres y mujeres, mi futura madre avienta un reto a los muchachos: “¡Pareciera que por aquí no hay varones!”. A lo que el joven Joaquín, ni tardo ni perezoso, responde: “¡Aquí estoy yo!”.

Lo anterior me revela al hombre que recuerdo disfrutando de la vida al tocar el violín y contar cuentos para dormir a sus hijos pequeños; al hombre que, conmovido al contemplar a su anciana suegra enferma, le daba de comer en la boca; al hombre que después de haber recibido la eucaristía, lo celebraba tomando una rica taza de chocolate, y al que se relajaba cantando canciones yucatecas acompañado de su vieja guitarra.

Asimismo, por ser amante del buen comer, a mi padre le gustaba preparar pasteles de manzana o de carne de venado, sabrosos bizcochos, conejos a la caldereta, entre otros platillos que degustábamos en familia o rodeados de buenos amigos, a quienes entretenía con su bonhomía y sabrosa y culta conversación que abarcaba muy diversos temas, y con quienes brindaba tomando moderadamente finos vinos y agradables bebidas.

En conclusión, mi padre fue un hombre de carácter fuerte y, a la vez, dulce, afable, sensible y cariñoso, quien, además de haber sido un gran amigo de sus hijos y amante de su esposa, fue dotado con un fino don de gente, lo que le permitió cultivar grandes amistades en los diversos ámbitos de la cultura.