Consecuencias de la hipotermia

Jair García-Guerrero*

CIENCIA UANL / AÑO 16, No. 64, OCTUBRE-DICIEMBRE 2013

frozen waterfall

Había pensado seriamente en la posibilidad de congelar a mi jefa. La oportunidad apareció cuando estaba sola en el laboratorio de crioterapia, mientras yo terminaba uno de esos reportes burocráticos que exigen las normas de regulación sanitaria. Era una tarde calurosa, viernes. Habíamos tenido una semana de descubrimientos farmacológicos: un antimicótico resultó con propiedades fluorescentes; otro antibiótico repelía los insectos. El más extraño, un hipoglucemiante oral, parecía encoger la estatura de quien lo ingería.

Todos en el laboratorio presentábamos alucinaciones por el vapor de una fuga en un nebulizador. Además estábamos excitados por los hallazgos. Mi jefa, la gorda, se distrajo con la sorprendente luminosidad de una medicina y ahí aproveché para inyectarle la sustancia criogénica.

La gorda me miró sorprendida y comprendió veloz lo que pasaba. El dolor agudo en su brazo, la jeringa que terminó de vaciarse, su hombro color piel, luego azul, inmóvil. Quiso moverse, pero sus pies no le respondieron. En segundos quedó petrificada, con los ojos abiertos y mirándome. Como la técnica para congelar a una persona es centrípeta, su rostro se fue quedando poco a poco inmóvil: labios, cejas, párpados. Yo veía en su mirada muchas frases amontonadas. Sus ojos cada vez menos móviles, sus cejas altas y paralizadas, sus labios llenos de palabras de agua, como la compuerta de una presa. Hasta quedar inerte.

La vida congelada no es lenta: simplemente no es nada. La gorda pasó de ser un elemento generador de estrés, colitis y otras somatizaciones, a un refrigerador o una alacena. Redonda. De inmediato consideré dónde colocaría el nuevo mueble. Lo hubiera acomodado en el comedor, un espacio casi vacío de personas. Pero reflexioné: era ella quien nos impedía almorzar, comer o merendar como personas normales. ¡Nos recluía como ratas de laboratorio! Todos los del departamento solíamos comer en nuestros escritorios, sobre las mesas de laboratorio, entre las filas de matraces, microscopios o articulaciones de ratones. Ahora, sin ella, podríamos ir a comprar comida normal, caliente, con guarniciones: podríamos traer tostadas, realizar convivios, fiestas de cumpleaños, celebrar los hallazgos, brindar con champaña, tener sexo. Pensaba todo esto mientras metía a la gorda congelada en el almacén de trapeadores y escobas. No quería que estuviera estropeando nuestra comida. Además, estar rodeada de espigas le caería mal.

Me fui a casa y ese fin de semana extrañé andar por las calles sin recibir llamadas «urgentes», comprar frutas y verduras desconocidas con posibilidades multifacéticas. Incluso me aventuré a asistir al cine y no pude recordar los años que habían pasado desde que fui la última vez, pero fue con Verónica. Yo tenía 28 años.

Llegué a casa, busqué su número, le llamé. Nadie respondió. Ella vivía por mi rumbo, así que aproveché el atardecer para caminar hasta su casa. En el trayecto observé las hojas más altas de los árboles, afortunadas por los maravillosos paisajes tornasoles que contemplan. Además, bailan.

La barda de la casa de los papás de Verónica tenía grafiti. La reja abierta. Adentro, en el jardín, sólo había basura y hojas de árbol. Jeringas tiradas. La puerta de madera estaba picada. Por las ventanas no se podía ver hacia adentro. La ventana del cuarto de Verónica estaba cerrada. Golpeé la puerta, grité: “Vero”. Parecía que alguien había intentado abrir la puerta. Había un agujerito entre la madera. Me asomé y adentro de la sala estaba ella de pie sujetando una bandeja como de pastelitos. Toqué más fuerte pero no respondió. Volví a vociferar “Vero” varias veces. Varias. Vero parecía congelada.

No puedo recordar cómo regresé a mi casa. La posibilidad de que Verónica estuviera congelada como mi jefa, la gorda, me quitó el apetito, el sueño, me dio colitis. Por la madrugada quise confirmar mi visión, romper esa puerta, sacudirla: “muévete, Verónica, qué te pasa, vamos al cine, hagamos el amor, nunca quisiste, eras muy fría, dijiste que no cumplía tus expectativas, te fuiste al doctorado”.

Hoy desperté y corrí a la universidad. La gorda nos recibió de mal humor como cada mañana. Dijo que el viernes habían entrado al laboratorio, ella se había desmayado y despertó el domingo en el almacén. Pero no se robaron nada, informó. El vapor alucinógeno, mezclado con la sustancia criogénica pudo confundir sus teorías. Me miró con una mirada fría. Por las prisas de ese día tuve que comer un sándwich del Seven y un té Arizona. Al salir del laboratorio pasé por casa de Vero, pero ya la habían remodelado. En el jardín un par de niños jugaban: ¡congelado!

 * dr_jairgarcia@hotmail.com