Los trabajos y los días del científico

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ALEJANDRO HEREDIA*

CIENCIA UANL / AÑO 17, No. 68, JULIO-AGOSTO 2014

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Consejos a un joven científico, P. B. Medawar; pról., de Ruy Pérez Tamayo; trad. De Juan José Utrilla, 3ª Edición, México: FCE, 2013.

Diez razones para ser científico, Ruy Pérez Tamayo, México: FCE, 2013.

¿Existe el método científico?: historia y realidad, Ruy Pérez Tamayo, 3ª edición, México: FCE, SEP, Conacyt, ECN, 2003.

I

Es un tópico reincidente en las declaraciones de políticos, autoridades educativas y demás agentes de la actividad científica, el aserto sobre la importancia de la investigación científica, y la necesidad de que el Estado invierta en el desarrollo del recurso humano necesario para la vanguardia en ciencia y tecnología que reclaman los tiempos de la sociedad del conocimiento.

Como lo afirma Jeff Madrick (1), la tendencia que considera a la investigación científica como producto de los laboratorios privados de las grandes farmacéuticas o de las manufactureras de microchips, la ponen en entredicho los ingentes recursos invertidos por el Estado, en este caso el gobierno estadunidense, los cuales dieron pábulo para ascensos tan espectaculares como el de Silicon Valley.

Citado en el artículo de Madrick, aparece la frase de Milton Friedman del libro Capitalismo y libertad: “los grandes avances de la civilización tanto en arquitectura o pintura, en ciencia o literatura, en industria o agricultura, nunca fueron producto de un gobierno centralizado”(2).

Quizás en algunos casos ha sido así, pero el gasto público tanto en los Estados Unidos como en los países europeos, ni hablar de los países de América Latina, tomó un papel fundamental a medida que la movilidad social se hacía más patente y se estabilizaba la base demográfica. Por tanto, la construcción de infraestructuras de todo tipo estuvo atribuida a la responsabilidad del llamado Estado benefactor, lo que dio oportunidad para que se patrocinaran con dinero estatal, proyectos tan simbólicos como el viaje a la Luna. (3)

En México, la inversión en el desarrollo científico ha tenido muy poco presupuesto históricamente, a pesar del incremento de recursos para el presente año(0.51 % del PIB) o las mejores intenciones expresadas por Enrique Cabrero, director del Conacyt, quien promueve 1 % del PIB para ciencia y tecnología, al mismo tiempo que reconoce que “México ha fallado en el desarrollo de la innovación científica y tecnológica, al no vincular adecuadamente la investigación con la industria”. (4)

Lo antes dicho es un argumento repetido en muchísimas ocasione; sin embargo, el reto actual para los organismos educativos es la formación y consolidación de investigadores, implementar mejores políticas de incentivos para la publicación y difusión de la investigación en el país, al mismo tiempo de inhibir la práctica de premiar la cantidad en detrimento de la calidad.

Para lograrlo es menester la implementación de estrategias educativas que lleven el mensaje de que la labor científica es un trabajo que implica grandes satisfacciones, pero a la vez demanda una entrega del sujeto cognoscente, aprender a aprender como dice Juan Carlos Tedesco5. Con tal fin, en el presente artículo abordaremos varios textos que servirían para describir en carne viva la labor científica, tanto desde la perspectiva conceptual, como de la empírica de la vida y formación académica de científicos destacados.

II

Como anota Ruy Pérez Tamayo en el libro ¿Existe el método científico?, la tarea de la elaboración del método para generar conocimientos siempre estará inacabada, como si la duda cartesiana nunca alcanzara la certidumbre total de sus categorías e implicaciones. La revisión del método les toca a todos por igual y, en lo particular, a una tradición que pone en duda a una generación emergente, o la perspectiva del sujeto cognoscente varía de acuerdo a las pruebas en contrario de una teoría expuesta en la temprana edad.

Voluble como una musa caprichosa, la verdad tiene múltiples rostros, caminos, secretos y misterios. Hablamos de una verdad con minúscula, sujeta a la inteligibilidad de la audiencia y de la comunidad científica; una verdad con una trayectoria desde los momentos momentos fundacionales de la civilización, nacida del mito y sus interpretaciones a trasluz de los fenómenos naturales.

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Para Ruy Pérez Tamayo existe una delgada línea entre la historia de la ciencia y su filosofía, no necesariamente muy recurrida por los científicos de capa y espada, pero sí basamento y baremo de sus observaciones. El libro del maestro en medicina experimental de la UNAM es una hermosa bitácora de la búsqueda del saber humano, o también puede verse como una biografía de las grandes mentes que han elaborado los cimientos del futuro, los cuales quizás serán vaciados por nuevas visiones de las generaciones por venir.

De tal forma comienza abordando el mito platónico, el realismo aristotélico y los principios lógicos postulados por Crisipo. Platón “inventó su teoría de las ideas, entes universales, perfectos y con existencia verdadera, de las que los hechos y objetos reales y materiales no son sino ejemplos imperfectos”. Por su parte, Aristóteles desarrolló la teoría del conocimiento de manera notable, y fincó las bases del pensamiento lógico como instrumento de validez de la realidad circundante. Para finalizar, Crisipo (280-207 a.C.), un filósofo griego estoico, funda los llamado psilogismos hipotéticos, en contraposición a los categóricos de Aristóteles.

Las bases estaban dadas para la observación, en consecuencia figuras como Galeno (130-200 d.C.), Vesalio (1514-1564), Harvey (1578-1657), Newton (1643-1727), Hooke (1635-1703) y Leibniz (1646- 1716), monopolizaron los descubrimientos y las invenciones, a través de la fina descripción de los fenómenos de la naturaleza y la aplicación de los principios de los clásicos. Los personajes mencionados todos tienen en común el haber inaugurado parcelas del conocimiento científico, que de manera tangencial algunos de sus principios trascendieron a la filosofía.

En cambio, la verdadera revolución filosófica la protagonizaron figuras como Francis Bacon (1561- 1626), René Descartes (1596-1650), John Locke (1632-1704), George Berkeley (1685-1753), David Hume (1711-1776) y Emmanuel Kant (1724-1804), quienes abonaron, desde senderos diferentes, los puntos de partida de la generación de conocimientos. Ya sea desde la postura racionalista o la empirista, la historia esbozada por Pérez Tamayo de estos colosos de la filosofía demuestra que las afluentes del entendimiento pueden ser de signo contrario, por lo cual el choque entre contrarios siempre es inevitable al producirse el conocimiento.

Para el siglo XIX, aparecieron corrientes que se apoyaban en las posturas racionalistas o en las empiristas, o que hacían un híbrido con las teorías de Spencer o Darwin: aparecen los nombres de John Herschel (1792-1871), John Stuart Mill (1806-1873) o William Whewell (1794-1866), por la parte victoriana; o los positivistas: Auguste Comte (1798-1857), Ernst Mach (1838-1906), Charles Peirce (1839-1914) y Henri Poincaré (1854-1912).

Sin embargo, para el siglo XX, con el descollo de la filosofía analítica se comenzaron a perfilar estudios que no solamente proponían las posturas teoréticas en el ámbito de la investigación pura, sino también se puso en boga el análisis del lenguaje y la semántica de las indagaciones científicas. En estos trabajos estuvieron comprometidos personajes de la talla de Ludwig Wittgenstein (1889-1951), Rudolf Carnap (1891-1970) y Hans Reichenbach (1891-1953).

Aunado a ello, destacaron figuras como Percy W. Bridgman (1882-1961) y Arturo Rosenblueth (1900-
1970), con el operacionismo y los principios de la cibernética; Arthur S. Eddington (1882-1944), con el subjetivismo selectivo; o Karl R. Popper (1902-1994), con su teoría falsacionista sobre la verificación del conocimiento.

Por último, se perfilan las ideas contemporáneas sobre la investigación, representadas por Imre Lakatos y su idea de los programas de investigación científica; Thomas Kuhn, con su relativismo histórico, y Paul Feyerabend con su idea del anarquismo en la búsqueda del conocimiento.

Todo este bagaje de biografías teoréticas las direcciona Pérez Tamayo en cuatro categorías de métodos:

1) Método inductivo-deductivo. La ciencia se inicia con observaciones individuales, a partir de las cuales se plantean generalizaciones cuyo contenido rebasa el de los hechos inicialmente observados. Las generalizaciones permiten predicciones cuya confirmación las refuerza y cuyo fracaso las debilita, y puede obligar a modificarlas
y hasta rechazarlas.

2) Método a priori-deductivo. El conocimiento científico se adquiere por medio de la captura mental de una serie de principios generales, a partir de los cuales se deducen sus instancias particulares, que pueden o no ser demostradas objetivamente.

3) Método hipotético-deductivo. Se postula la participación inicial de elementos teóricos o hipótesis en la investigación científica, que anteceden y determinan a las observaciones. Por lo que la ciencia se inicia con conceptos no derivados de la experiencia del mundo que está ‘ahí afuera’, sino postulados en forma de hipótesis por el investigador, por medio de su intuición. En este esquema, la inducción no juega ningún papel.

4) No hay método. Se distinguen dos tendencias: por un lado, una afirma que el estudio histórico nunca ha revelado un grupo de reglas teóricas o prácticas seguidas por la mayoría de los investigadores en sus trabajos, sino todo lo contrario; por el otro lado, se encuentran los que señalan que si bien en el pasado pudo haber un método científico, su ausencia actual se debe al crecimiento progresivo y a la variedad de las ciencias, lo que ha determinado que hoy existan no uno sino muchos métodos científicos. Por consiguiente, la variedad de enfoques es la constante, y como bien dice Pérez Tamayo en algún momento de las primeras páginas de ¿Existe el método científico?, el programa de investigación se elabora en la práctica, en los laboratorios, en los centros de estudio y en las mentes de los sujetos cognoscentes-cognitivos.

III

En los avatares de la vida, una guía siempre es necesaria para sobrellevar los obstáculos y los jardines de los senderos que se bifurcan6. Probablemente, Peter BrianMedawar (1915-1987) pensó en ello cuando realizó el libro Consejos a un joven científico, en que atiende los principales dilemas existenciales que un científico en cierne experimenta a lo largo de su formación.

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A propósito de los motivos para ser científico, Medawar afirma que no está de acuerdo con la afirmación de que hace falta curiosidad para dedicarse a la investigación, que él hablaría de un “impulso exploratorio” o una “inquietud” por llegar a la verdad de las cosas. Confiesa como percutores de sus afanes científicos la lectura de Julio Verne (Veinte mil leguas de viaje submarino) o los libros de H.G. Wells (La máquina del tiempo). Muy contrario a lo que ocurre en los tiempos de posmodernidad, cuando los adolescentes se animan con series televisivas como The Big Bang Theory, que narra la vida social y amorosa de una banda de científicos; o la influencia del Beakman’s World, el cual inspiró a muchos jóvenes estudiantes de su generación. Las vocaciones actualmente están inscritas en lo tecnológicamente obvio, en la corrosión de la imposición de la informática para todo, y los resquicios utilitarios de las humanidades aplicadas a la administración.

Medawar dice que para ser científico no es muy necesario considerarse muy inteligente; es más, para serlo no implica ser intelectual, no incluye en las características de un buen científico la manipulación de herramientas o el abandono total de la práctica. En ocasiones, se cree que la investigación se ejerce sin ensuciarse las manos o se cae en el error de denostar la experimentación, sin tomar en cuenta “que es una forma de pensar así como una expresión práctica del pensamiento”.

Le queda bastante al maestro inglés nacido en Brasil, que el científico debe abonar el conocimiento con el que está familiarizado, para el cual ha sido preparado por algún director de tesis o maestro que ejerza el padrinazgo. En eso, Medawar acompaña armónicamente las ideas de Kuhn y Lakatos, el conocimiento es paradigmático y en sus puntos más álgidos puede desencadenar ideas inéditas o poco exploradas.

Prepararse para ser un buen científico implica acumular lecturas, aunque advierte Medawar, “demasiadas lecturas de libros pueden sofocar y limitar la imaginación, y la meditación continua sobre las investigaciones de otros es, a menudo, psicológicamente un substituto de investigación, así como leer literatura romántica puede ser un sustituto de las emociones de la verdadera vida”. En opinión de Medawar, lo importante en la investigación es obtener resultados a pesar de que no sean originales; aun repetir la labor de otros, suministra confianza en sí mismo al joven científico.

La vida de un científico está sometida a constantes presiones entre lo que se espera de su trabajo y lo que se espera de sus resultados. La sociedad secular frente a un científico, se comporta como la comunidad religiosa de una parroquia. Atentos al mensaje, a la vida íntima, a las declaraciones involuntarias de filias y fobias. El científico, de acuerdo a Medawar, debe desentenderse de las obviedades morales y atender desinteresadamente a las obligaciones directamente ligadas con su actividad.

El científico, subraya Medawar, necesita la colaboración de la comunidad de investigadores a la cual pertenece, tanto en las presentaciones de libros propios o ajenos, como en cuanto al análisis de los experimentos y descubrimientos realizados por colegas, como también en el reconocimiento del trabajo realizado cuando éste sea oportuno, sin escamotear logros ni denostar triunfos ajenos.

Lo anterior, crea una comunidad sólida, solidaria en tiempos aciagos, y rigurosa en tiempos de ciencia normal. De esto se destaca lo mencionado por Medawar en Consejos a un joven científico, en que distingue la experimentación baconiana cuando, en los albores de la búsqueda del saber, “se pensaba que la verdad estaba en torno de nosotros, aguardando, como una cosecha de grano, tan sólo para segarla y recolectarla”.

Después se siguió la experimentación aristotélica, también formulada para demostrar una verdad preconcebida o, en su caso, para elevar algún tipo de enseñanza. Por otro lado, tenemos el tipo de experimento que actualmente se practica, denominado galileico, de carácter crítico, discriminatorio entre las posibilidades, las cuales son confirmadas o corregidas según la opinión preconcebida. Por último, se mencionan los experimentos kantianos, los cuales no dependen de las intuiciones sensoriales de los objetos, sino más de operaciones racionales.

IV

La exposición de una vida dedicada a la ciencia no podía ser más exquisita, sino al reflejarse en la vida de los coterráneos, exponiendo un decálogo de posiciones personales con guiños de universalidad. En Diez razones para ser científico, el maestro tamaulipeco y miembro del Colegio Nacional, Ruy Pérez Tamayo, recrea las principales ideas sobre la vocación científica y el resultado de esa toma de conciencia.

No es solamente por la grandilocuencia que implica el dedicarse a la ciencia, en la que Pérez Tamayo encuentra esa ganancia existencial en dedicarse a lo que le gusta. El tiempo pasa más rápido al dedicarse a una actividad que complace, el ritmo del trabajo lo marca el proceso científico de ir definiendo los parámetros de la investigación, la demarcación de las hipótesis y el cronograma de actividades. No tienes jefe, pero te persiguen las ideas y los plazos fatales de los cierres de edición. No tendrás horario de trabajo, pero las quemadas de pestañas con las lecturas especializadas, las estadías en el laboratorio, las interminables pláticas con colegas y alumnos; todo eso hace posible el entretenimiento garantizado, el gozo profesional potenciador del éxito. Todas las dichas del mundo se acumulan cuando la razón está obturada por el adiestramiento cerebral que proporciona el dedicarse a la ciencia.

Señala Pérez Tamayo: “una forma de apreciar la capacidad científica y tecnológica de un país es contando el número de científicos y tecnólogos que tiene en relación con su población”. En el caso de México, la cifra es de menos de un científico por cada 10 mil habitantes, mientras España alcanza hasta seis por cada 10 mil. Esto se agrava, si tomamos en cuenta que el crecimiento poblacional es mayor en términos proporcionales que el de la comunidad científica.

Por ello, se desencadena el cuestionamiento del maestro Pérez Tamayo: a qué se debe el atraso en cuanto ciencia y tecnología en México. Esto viene determinado directamente por las convulsiones que ha sufrido en materia política y económica, como lo trasluce el doctor Elías Trabulse:

“Durante los tres siglos coloniales, el desarrollo del saber científico se vio entorpecido por la superstición, la persecución, la censura y por el dominio eclesiástico de la educación. Ciertamente, a partir del siglo XVIII estos obstáculos se debilitan y nuevas corrientes de apertura relajan el hierro de la censura y permiten una mayor libertad de expresión, siempre dentro de la ortodoxia religiosa”.

No obstante, la situación infértil prevaleciente, Pérez Tamayo se pregunta qué pasaría si en un esfuerzo descomunal se formasen los suficientes científicos necesarios para la consolidación del trabajo en ciencia y tecnología. La respuesta no pude ser más elocuente: “el país todavía no está preparado ni para formarla ni para aprovecharla de manera constructiva una vez que se hubiera formado”. Es innegable que se ha progresado con respecto a la situación prevaleciente a mediados del siglo XX, pero es insuficiente para el desarrollo potencial del país, dado sus recursos naturales y su tamaño poblacional.

El libro del maestro Ruy Pérez Tamayo podría pasar como de autoayuda para los muy sufridos científicos mexicanos; no obstante, expone razonamientos sobre la actividad científica en carne propia.

* Universidad Autónoma de Nuevo León, DFDCI-FACDYCUANL.
Contacto: heredia.alejandro@yahoo.com.mx

1 Madrick, Jeff, Innovation: The Government was a crucial after all, The New York Review of Books, April 24, 2014, Volume 61, number 7.

2 “The great advances of civilization, whether in architecture or painting, in science or literatura, in industry or agriculture, have never come from centralized government”.

3 «Cuando en 1961, el presidente Kennedy comunicó a la población estadounidense su intención de poner a un hombre en la Luna, se estimó que el costo del programa rondaría los 7 mil millones de dólares. Sin embargo, el costo era inusualmente bajo, por lo que se sobreestimó (sic), situándose en 20 mil millones, aproximadamente 153 mil millones de dólares actuales, o poco más del 3.5% del PIB de Estados Unidos en el año del anuncio», Dinero en imagen, nota de Marco Antonio Gómez Lovera, 22 de noviembre de 2013.

4 La Jornada, nota de Laura Poy Solano, miércoles, 18 de junio de 2014.

5 Tedesco, Juan Carlos, Educar en la sociedad del conocimiento, México: FCE, 2014.

6 Borges, Jorge Luis, El jardín de senderos que se bifurcan.