EL PAPEL DE LA ANTROPOLOGÍA EN EL ANÁLISIS DE LOS PROCESOS DE INNOVACIÓN. ENTREVISTA AL DOCTOR RODRIGO DÍAZ CRUZ.

MARÍA JOSEFA SANTOS CORRAL*

CIENCIA UANL / AÑO 25, No.111, enero-febrero 2022

 

Rodrigo Díaz Cruz es doctor en Antropología por la UNAM. Tiene una licenciatura en Antropología Social y una maestría en Filosofía de la Ciencia por la UAM. Sus áreas de especialidad van de la Sociolingüística y la Antropología Simbólica, a los estudios antropológicos de la ciencia, tecnología y del performance, temas sobre los que ha publicado dos libros como autor, uno de ellos galardonado con el Premio Nacional de Investigación Fray Bernardino de Sahagún del INAH. También ha coordinado varios libros colectivos y publicado numerosos artículos en revistas especializadas. Es miembro de distintos consejos editoriales y ha participado como jurado de premios nacionales e internacionales.  En 1996 y 2015 recibió el Premio de Investigación en el área de Ciencias Sociales y Humanidades que otorga la UAM. En esta universidad ha ocupado distintos puestos académico-administrativos, destacando el de rector de la Unidad Iztapalapa, cargo que ejerce desde 2018.

¿Cómo descubre su vocación en investigación antropológica?

Antes que nada, te agradezco la entrevista, pero advierto que a veces me cuesta trabajo hablar de mí mismo. Comienzo diciendo que de joven yo era más o menos un lector ñoño con vocación para la Genética. Me encontraba estudiando, por tanto, en la Vocacional 6 del Instituto Politécnico Nacional (IPN) porque en ella se ubicaba el área médico-biológica. Como en ese entonces no había Genética en el IPN, pensaba estudiar Bioquímica. En bachillerato, en mi continuo afán por leer, me topé con una novela “gorda”, de 7 volúmenes, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, que me conmovió. La lectura de Proust me llevó a repensar mi vocación, decidí estudiar “algo” vinculado con el lenguaje, coligiendo que, en el fondo, la Genética también está vinculada con éste a partir de los códigos y de los procesos de codificar y decodificar.

No recuerdo cómo llegué a la Unidad Iztapalapa de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM-I) para informarme sobre la Licenciatura en Filosofía, pues había comenzado a leer textos sobre Filosofía del Lenguaje. Sin embargo, la licenciatura que ofrecía la UAM-I era muy general, pero tuve la suerte de que, uno de los supervisores que ofrecían asesoría a los aspirantes, me dijo que en Antropología Social había un área de concentración de Sociolingüística, lo que me interesó mucho más, pues se refería al lenguaje en sociedad, al estudio social del lenguaje y así salí de esa visita pensando que mi mejor opción era estudiar Antropología Social para entender la dimensión social del lenguaje.

Ya en la licenciatura, éramos muy pocos los interesados en Sociolingüística, tomé varios cursos de lingüística, semántica, sintaxis, etc. Ahí conocí al profesor Héctor Muñoz, quien impartió un curso sobre Sociolingüística, específicamente sobre el conflicto lingüístico, no sólo en México, sino en otros lugares del mundo, y desde entonces me comenzó a apasionar la investigación. Más o menos al mismo tiempo conocí a Larissa Lomnitz, quien nos dio un curso de Sociología de la Ciencia, igualmente con muy pocos alumnos y que también me fascinó. El poco interés de los estudiantes en esos temas se debía a que, en esa época, a principios de los ochenta, mis compañeros estaban en plena efervescencia política y social, provocada por movimientos como la revolución de Nicaragua y El Salvador.

No obstante, mi paso por la Licenciatura en Antropología Social de la UAM quedó marcada por la presencia de un maestro y guía intelectual inolvidable, quien después se convertiría en un gran amigo: el Dr. Roberto Varela. Puedo decirlo sin rubor: el encuentro que cada uno de nosotros hemos tenido con nuestros auténticos maestros constituye al mismo tiempo el descubrimiento de uno mismo. Y “El Flaco” Varela fue esa figura mediadora, no sólo para mí, sino para muchos y muchas compañeras más.

Al terminar la carrera, el profesor Héctor Muñoz me invitó a participar en un proyecto de investigación-acción para trabajar con diversas comunidades indígenas, como los huaves, los tzeltales, los ñanús del valle del Mezquital y los zapotecos de Juchitán, con el propósito de fortalecer la lectoescritura de la lengua indígena, como lengua materna, para que a partir de ello fuera más fácil aprender otro idioma. Era un proyecto piloto en el que yo estaba muy contento. Sin embargo, con los recortes provocados por la crisis de 1982, en 1984 o en 1985 se cerró el centro donde realizábamos este proyecto y me quedé sin trabajo. Ahí fue cuando Larissa Lomnitz me invitó a trabajar con colegas antropólogas que integrarían un grupo de investigación en el Centro para la Innovación Tecnológica (CIT) de la UNAM, a donde ingresé en 1985.

Es a partir de estos dos proyectos que nace mi vocación por la investigación antropológica, a lo que se suma la fuerte orientación hacia la investigación de la Licenciatura de Antropología Social de la UAM, donde había hecho dos trabajos de campo. El primero de tres meses entre los choles de Chiapas y el segundo de nueve meses en una comunidad náhuatl de Morelos, estudiando conflictos lingüísticos en ambos casos. Con lo anterior me quedó muy claro que mi carrera se centraría en hacer investigación antropológica.

¿Cómo hilvana los distintos temas de investigación en los que ha trabajado? Por ejemplo, ¿cómo pasa de los estudios de ciencia y tecnología a la antropología simbólica?

Cuando el grupo de antropólogos ingresó al CIT, para hacer estudios sobre los procesos de innovación tecnológica, transferencia de tecnología y vinculación de la universidad con la industria, nos dimos cuenta de que éstos requieren del análisis de la dimensión cultural, para mí, incluso, de la dimensión sociolingüística. Lo anterior ocurre porque los distintos actores que participan en un proceso de transferencia poseen identidades diversas, cada una de ellas con una fuerte carga simbólica. De tal suerte que no es casual que el nombre del primer artículo que publicamos Larissa Lomnitz, Delia León y yo fuera “Gramática cultural”, porque los actores: abogados, empresarios, científicos y financieros, tienen sus propias marcas identitarias que a veces se conjuntan y, buena parte de las veces, entran en colisión.

Así la metáfora de gramática cultural ayuda a explicar la incertidumbre y problemas que ocurren durante los procesos de innovación y transferencia de tecnología. Por ello, nunca he tenido conflicto alguno en valerme de las herramientas de la Antropología Simbólica para analizar los estudios de ciencia y tecnología y lo inverso. Los estudios de ciencia y tecnología pueden ser alimentados por la mirada del análisis simbólico, semiótico, sociolingüístico, ritual, pues como bien lo muestran buena parte de los estudios de laboratorios científicos, o de las áreas de desarrollo tecnológico, estos espacios están cargados de ritualización, de discursos, simbolismo, etc. Siento que he tenido la fortuna de transitar de un tema a otro, del análisis simbólico, de los estudios corporales y de la ciencia y tecnología y todos se retroalimentan.

Y en cuanto a la parte sociolingüística, puedo agregar que la transferencia tecnológica se puede explicar desde aquí porque, para que ocurra, se requiere de procesos de traducción.

¿Qué aportan las ciencias sociales, y específicamente la Antropología, a la explicación de temas como la ciencia, la tecnología o el performance?

Cada vez estoy más convencido de que, en México, la Antropología se ha diversificado. Frente a las concepciones marxistas que dominaron en los setenta, se ha ampliado en términos teóricos y se ha vuelto más plural temáticamente. Recuerdo, por ejemplo, la presentación en el Colegio de México de los avances de investigación de Larissa y Marisol Pérez-Lizaur sobre su trabajo con empresarios, donde fueron muy criticadas por muchos colegas míos, que tenían o teníamos una visión muy estrecha de la Antropología.

Hoy ya nadie duda de la pertinencia de estudiar desde la Antropología organizaciones y empresas. Además, considero que los estudios de la ciencia y tecnología requieren del análisis de la cultura desde el punto de vista de las comunidades que las producen, asunto que ha sido materia de análisis de la Antropología y que permite reconstruir el horizonte desde el cual un científico, un empresario, un abogado de una empresa o universidad miran un desarrollo científico o tecnológico. Creo que la Antropología ha aportado y va a seguir contribuyendo a entender no sólo el desarrollo de conocimientos científicos o tecnológicos, sino la manera en que éstos operan en las comunidades que presuntamente se benefician de ellos.

Un ejemplo de lo anterior son los trabajos publicados en el número 92 de Nueva Antropología, en los que se muestra cómo la mirada antropológica puede ayudar a entender no sólo el desarrollo de la ciencia y la tecnología, sino también la operación de las políticas públicas en distintos ámbitos. Históricamente los antropólogos estudiamos comunidades, había una concepción al inicio de que éstas eran cerradas y homogéneas. Hoy sabemos que, aunque esa es una mirada equivocada, nos permite analizar las relaciones de las comunidades científicas y de tecnólogos, la manera en que se producen y reproducen. Otra herramienta son los estudios de parentesco que permiten el análisis de los laboratorios, en la medida en que muchas veces los científicos utilizan metáforas vin- culadas a la familia y se reproducen como tal. Aunque, en ocasiones, a los científicos no les gusta esta metáfora.

Desde su experiencia académico-administrativa, ¿qué se necesita para fomentar redes de investigación?

Es muy difícil precisar cuáles son las condiciones que permiten que una red vaya surgiendo. A nivel de las personas, lo anterior se liga a cuestiones como una suerte de amistad, de confianza y, desde luego, lo obvio, que es compartir un tema y contar con objetivos comunes. De cualquier forma, una red requiere de una historia de informalidad. Así, una red de investigación está atravesada por relaciones de carácter informal que después se pueden ir formalizando. Para ello se tiene que reconocer lo que el otro sabe, lo que puede aportar a la red y no competir.

Esas son parte de las condiciones, como también lo es que la institución a la que pertenecen los actores reconozca la importancia de impulsarlos para fortalecer estas redes, pues hay instituciones muy endogámicas que no permiten que las redes de investigación se amplíen fuera de ellas. Hay que considerar el carácter heterogéneo de la red, yo diría rizomático, es decir, que no haya un liderazgo que imponga los caminos de la red, porque tan pronto encontramos un liderazgo que quiera imponer su posición, entramos a un laboratorio en el sentido clásico de la palabra, donde hay un investigador que señala lo que se debe hacer, por ejemplo, a sus alumnos de posgrado. Asigna los temas de investigación.

Una red requiere libertad y apertura, requiere liderazgos académicos sí, que incluso inviten a sumarse a otros integrantes, pero que no delimiten el camino de la red, requiere tolerancia, mucho diálogo, compartir objetivos y hasta a veces ideologías. En nuestro caso, por ejemplo, en el CIT el grupo de los antropólogos Leticia Mayer, Susa- na García, Delia León. M.J. Santos y yo nunca pudimos construir una red de investigación. No hubo la apertura institucional, entre otras cosas, porque el tema que proponíamos, el análisis del binomio tecnología y cultura, a finales de los ochenta, era poco comprendido: ¿por qué y para qué estudiar a la ciencia y la tecnología como procesos culturales?

Con esa mala experiencia y, como rector de la UAM-I, he tratado de propiciar condiciones y de flexibilizar los marcos institucionales para ayudar a superar los obstáculos, pues pienso que las redes se benefician de la participación de actores de distintas instituciones.

¿Qué retos supone para usted la transferencia de conocimiento y la vinculación tanto en las áreas sociales como en las experimentales?

Este es un tema apasionante, porque se requiere del expertise, pero, al mismo tiempo, la transferencia de conocimientos requiere de la participación de las comunidades que son objeto de esta transferencia. Muchas veces en los procesos de transferencia de conocimiento se busca imponer la autoridad de los expertos y ese es un primer y grave error, no saber escuchar a los recipientes de esa transferencia. El know-how está presente entre quienes transfieren, pero también en aquellos que reciben el conocimiento. Esto ocurre en la relación entre universidad y la empresa, entre los científicos sociales y las comunidades campesinas, así como entre los especialistas en un proceso biológico que se quiere transferir al sector social.

Se requiere de una cultura de la vinculación, esto es, de un conocimiento mínimo de este complejo proceso. Parte del aprendizaje que he tenido en la UAM, que se complementa con lo que aprendí en el CIT, es que los científicos pueden producir algo muy interesante, pero sin toda la carcasa –por así decirlo– de la vinculación no pueden alcanzar una genuina innovación. Para que el proceso de innovación ocurra, se necesitan diseñadores, mercadólogos, empresarios, tecnólogos y gestores de la tecnología que actúen bajo el principio de lo que Thomas P. Hughes caracterizó como la convergencia de lo heterogéneo. Muchas veces los participantes saben lo que están haciendo, pero no identifican que se requiere la participación de actores de muy diverso origen, trayectoria, disciplinaria e institucional para concretar una innovación.

Creo que, en México, a diferencia de lo que ocurre en otros países como en Estados Unidos, la transferencia de conocimientos y la vinculación nos cuesta trabajo porque implica una relación con personas de otras instituciones. El leguaje, derivado de la adscripción de los actores a distintas instituciones, puede también dificultar la relación.

¿Hasta dónde sus conocimientos sobre la temática de CyT y el haber trabajado en un centro de vinculación le ayudaron a enfrentar los retos de la administración académica?

Como antropólogo, durante mi trabajo en el CIT, aprendí a reconocer la gramática y las identidades de los distintos actores, los gestores, los científicos, los abogados, etc. Además, creo que la Antropología ofrece herramientas para escuchar y entender los procesos. Mi vocación es procesualista, debido a mi trabajo sobre Victor Turner, pero también por mi interés para indagar procesos. Al analizar los procesos de transferencia de tecnología y los de innovación, teníamos que escuchar a distintos actores, y otra vez, esta idea de convergencia de lo heterogéneo, nos permitió ubicar que la vinculación supone fundamentalmente enfrentarte a situaciones que pueden ser conflictivas, porque en ellas intervienen actores con códigos y lenguajes distintos y hay que aprender a ser traductor (gatekeeper en el lenguaje de los administradores de la tecnología), intermediario o mediador entre los distintos códigos, lenguajes, objetivos y comunidades.

Lo anterior ofrece elementos para enfrentar una gestión administrativa académica como la que tengo en este momento, o las que tuve como jefe del Departamento de Antropología, o como director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades, te da cierta sensibilidad para entender esta diversidad de comunidades, lenguajes, códigos, objetivos, intereses e ideologías. Uno tiene que aprender a reconocer las posiciones distintas de los actores y mediar porque, al final, tienes que armarte de paciencia, de tolerancia, con ciertas cosas para lograr tus objetivos. No puedes imaginar la cantidad de críticas, condenas y provocaciones que recibo en las sesiones de Consejo Académico, pero tengo que desahogar los asuntos. Hay que reconocer los distintos puntos de vista que, en ocasiones, van en tu contra, y aprender de ellos. La vinculación supone la articulación y el conocimiento para conjuntar distintos objetivos. Otra vez la metáfora de Hughes lo ilustra muy bien, crear unidad en lo heterogéneo. Creo que esto es fundamental para una gestión administrativa académica. Saber escuchar y ser prudente es fundamental.

Por otro lado, en el CIT aprendí a dejar de lado los prejuicios en contra de la vinculación con empresarios, que suele privar en el ámbito universitario. De tal suerte que, uno de los avances en proceso de mi administración, ha sido formular, con la ayuda del ingeniero Antonio Galán, los estatutos para crear una empresa que incube empresas universitarias de base tecnológica: espero que en el futuro pueda ser creada. Porque tenemos muchos proyectos susceptibles de ser transferidos en la Unidad Iztapalapa. Es fundamental que las universidades realicen este tipo de transferencia, no sólo a las empresas, sino al sector social y público. La transferencia de conocimientos y tecnología tiene un papel central en las universidades del siglo XXI.

¿Qué ha significado la UAM en la carrera del doctor Díaz y que le ha dado usted a la UAM?

Para mí la UAM ha significado mucho. Primero porque ahí estudié la licenciatura en Antropología Social y me formé como investigador. En la UAM encontré las redes entre mis profesores que después me dieron trabajo inmediatamente: Héctor Muñoz para el proyecto innovador de sociolingüística y después, cuando se cerró el centro, Larissa Lomnitz me convocó para el CIT. En la UAM estudié también la maestría en Filosofía de la Ciencia, sin duda impactado por el curso de Larissa, misma que me ayudó para mi trabajo en el CIT.

Ya el doctorado lo hice en la UNAM, pero trabajando en la UAM donde fui invitado por el doctor Roberto Varela, y obtuve una plaza hace más de 30 años. Decidí moverme a la UAM por la oportunidad de ofrecer docencia, actividad que siempre me ha gustado mucho y que me estimula para la investigación: incluso algunos de los trabajos que he publicado nacen de mi experiencia docente. He encontrado en la UAM, y específicamente en el Departamento de Antropología, un lugar propicio para la investigación, la docencia y también, debo decirlo, para la amistad. Ahí llegué rápidamente a ser jefe de departamento sin quererlo, y después regresé a mis actividades de investigación y docencia.

Con el tiempo, ya por voluntad propia, fui director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades (CSH) y trabajé muy fuerte por la división, con Federico Besserer quien fue el secretario académico, trabajamos mucho por mejorar la docencia a nivel licenciatura y creamos también unos lineamientos para la defensa de los derechos de los alumnos y las alumnas del CSH que fueron los antecedentes de la Defensoría de los Derechos Universitarios en la UAM. A la rectoría llegué en un momento muy complicado para la Unidad Iztapalapa, porque el terremoto de 2017 dañó un edificio que se tuvo que desalojar primero y luego derrumbar, y hubo que conseguir recursos para su reconstrucción y para la de otros edificios que también se deterioraron.

Recursos que hemos conseguido gracias al apoyo de muchas personas, tanto del interior como del exterior: entre otros, del entonces secretario de Hacienda, el Dr. Arturo Herrera, egresado de Economía la Unidad Iztapalapa de la UAM. Hemos trabajado mucho por reconstruir no sólo físicamente la Unidad, sino también institucional y académicamente. Me he empeñado en trabajar por el bien de la Universidad y es lo que yo le he dado a la UAM. Tengo un fuerte compromiso universitario, me he dedicado a trabajar no sólo desde la docencia, la investigación y la difusión de la cultura, sino también desde la gestión académico-administrativa, me he esforzado por dar lo mejor de mí, de cuanto soy.

Muchas gracias por la entrevista doctor Díaz.

 

*Universidad Nacional Autónoma de México.
Contacto: mjsantos@sociales.unam.mx