CONSTRUYENDO MENTES CRÍTICAS Y DISCIPLINADAS. Entrevista a la doctora Alejandra Quintanar Isaías

María Josefa Santos Corral*

CIENCIA UANL / AÑO 24, No.105, enero-febrero 2021

Alejandra Quintanar Isaías es doctora en Ciencias Biológicas por la UAM, donde es profesora-investigadora titular del Departamento de Biología, en el área de Botánica Estructural y Sistemática Vegetal. En la UAM–Iztapalapa coordina el Laboratorio de Anatomía Funcional y Biomecánica de Plantas Vasculares. Sus investigaciones se centran en dos líneas: anatomía funcional del xilema y floema primarios y secundarios de órganos vegetales en el continuo suelo planta-atmósfera, e identificación de materiales orgánicos de origen vegetal, principalmente la madera, en contextos históricos y arqueológicos diversos. En estos temas la doctora ha publicado numerosos artículos científicos, de divulgación, capítulos de libros y es coautora de dos obras. La doctora Quintanar tiene un extenso trabajo de vinculación y transferencia de conocimientos, que comienza con la asesoría a museos e instituciones de educación superior para la identificación de material orgánico, así como proyectos sobre el floema secundario de especies productoras de papel de corteza para instituciones gubernamentales. También ha colaborado con la Semarnat en la identificación de maderas ilegales. Por último, la doctora tiene una patente sobre un proceso limpio de ablandamiento de fibras de corteza para elaboración de papel amate.

¿Cómo y cuándo decide comenzar una carrera como investigadora en Biología?

Mi carrera de investigación-docencia comienza desde muy joven. Crecí en una familia donde mi tío-padre era hematólogo inmunólogo y mi tía era química farmacobióloga. Ambos acababan de llegar de sus posgrados y tenían la tarea de desarrollar el Banco Central de Sangre del Centro Médico Nacional del IMSS. Mi casa tenía un gran jardín con patos, pollos, gansos, perros y plantas que mis hermanos y yo cuidábamos. Cuando estudiaba en la primaria Benito Juárez, en la Roma, mi tía pasaba por mis hermanos y por mí después de clase, porque mi mamá trabajaba en la tarde. El banco de sangre, donde nos llevaban después de la escuela, tenía microscopios y contadores de eritrocitos y leucocitos, entonces, para entretenernos, nos ponían a contar células de la sangre; desde los seis años. La vida en familia era escuchar sobre tecnología, ciencia y medicina.

Cuando llegué a la secundaria quería ser música, arquitecta y dibujar, porque pensaba que la ciencia, a pesar de que la entendía, no era para mí, a diferencia de uno de mis hermanos que desde los 3 años quería ser físico. Cuando pasé a nivel medio superior, como el calendario de la UNAM no coincidía con el de la SEP, ingresé a la Vocacional 6 del Instituto Politécnico Nacional (IPN), escuela especializada en ciencias biológicas. A esas alturas ya pensaba en estudiar Química como mi tía. Ella me ponía a regularizar a los hijos de sus compañeras de trabajo. En el tercer año, cuando había que escoger una especialidad entre la Química o la Agrobiología, decidí escoger la segunda, quería conocer otras opciones, lo que me encantó, pues conocí las ciencias agronómicas. Al terminar la vocacional me quedé en la carrera de Biología en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del IPN, donde pasé los cinco años obligatorios. Ahí tuvimos la materia de Histología, con la profesora Alicia Carvajal, en la que revisamos la estructura interna de las plantas.

Mi experiencia resultó no sólo en ver las formas celulares y las funciones de diversos órganos vegetales, sino en encontrar el arte de las plantas. Estos patrones estructurales, una librería celular a la que te acercas en el microscopio, fueron fascinantes, de alguna forma me acercaron a la Arquitectura. Desde mis primeras clases de Histología decidí que podría tomar ese rumbo. Estando en el cuarto año entré a trabajar al Instituto Nacional de Investigaciones Forestales (INIF) de la SARH, institución que fue muy importante pues atrajo cuadros de la Biología y la Botánica mexicana que trabajaron en el Inventario Nacional Forestal. En este proceso se concibió la colección de maderas más importante de México: la Xiloteca Nacional del INIF, cuya curadora fue la profesora Juana Huerta Crespo.

Esta colección científica fue empleada para la docencia, investigación y asesoría a industriales, a instituciones públicas, museos, etcétera. Yo llegué en 1980 y desde el primer día mi trabajo consistió en identificar maderas, bajo la supervisión de mi maestro don Vicente González, técnico de ese laboratorio. Todos los días durante cuatro años me dio mi clase de una hora. A él le debo lo que soy, la práctica la hice en el INIF con don Vicentito.

¿Cómo construye el camino y la conservación a la caracterización de los aspectos microestructurales de maderas arqueológicas?

Durante mi estancia en el INIF, cuando identificaba maderas llegaban madereros, lauderos, arqueólogos, gente del INAH. Los lauderos pedían asesoría para probar otras maderas para construir sus instrumentos, me decían “quiero que suene así”, llegaban con sus muestras y buscábamos maderas similares. Querían sustituir o probar maderas nuevas para las costillas de guitarras, brazos o para teclas de marimbas. Esas asesorías fueron el comienzo de un proceso de transferencia de conocimientos de ambos lados. Ahí, con mis grandes amigos lauderos, decidí estudiar la acústica de las maderas. En la UNAM hice mi maestría con el Dr. Miguel de Icaza Herrera, usando métodos de ultrasonido en las maderas, buscando caracterizar acústicamente varios taxones para fines de laudería.

En el INIF también conocí a arqueólogos de la ahora Dirección de Salvamento Arqueológico (INAH), que llevaban objetos prehispánicos de excavaciones para su identificación. Ya estando en la UAM, con mis amigos lauderos, llegamos a la Escuela Nacional de Conservación y Restauración (ENCRyM-INAH) para impartir una clase de maderas, para la carrera de restauración de instrumentos musicales. En la ENCRyM había maderas de diversos objetos del patrimonio cultural: retablos, marcos antiguos, textiles, pinturas sobre tabla, esculturas, que requerían identificarse. Trabajar con sus necesidades me permitió entender el valor de los objetos patrimoniales. También contribuí a fundar el taller de laudería, que era optativo para quienes estudiaban música, en la ahora Facultad de Música de la UNAM.

Con el tiempo dejé las clases de las dos escuelas, pero me seguían pidiendo identificaciones. En esa época comencé a participar dirigiendo tesis de licenciatura de restauración o de maestría con temas sobre identificación de material vegetal, o en proyectos de investigación asociados al patrimonio cultural que requerían de esta experiencia. Con un antecedente fuerte en los temas de la identificación como Botánica estructural, hemos participado en la solución e interpretación de la identidad de materiales en la Arqueología y en la Historia. Como ejemplo está la experiencia de la identificación de hojas de maíz encontradas en una ofrenda que pudo haber sido confundida con otro tipo de grupo botánico por haber estado asociada a una estructura vegetal ajena al maíz. En este caso fue fundamental encontrar, en este material, que estaba muy deteriorado, tipos celulares característicos de una gramínea. Conocer sobre anatomía microscópica de las maderas y otros tejidos vegetales ha sido una experiencia fundamental para acercarme a la colaboración e interpretación del uso biocultural de los recursos vegetales como fuente del conocimiento tecnológico de los antiguos mexicanos, e incluso participar en procesos de la Arqueología experimental.

En la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, con la Dra. Carmen de la Paz Pérez Olvera y la maestra Silvia Rebollar Domínguez, construimos la Xiloteca de la UAM-I, que actualmente está asociada al Herbario UAMIZ.

¿Qué retos supone construir una red interdisciplinaria de trabajo con especialistas que en principio parecen estar tan distantes y con usuarios del conocimiento?

El reto es involucrar no sólo a las personas, también a la Universidad. Para hacer esto hemos pensado en consolidar ya sea un diplomado o una especialidad, para carpinteros, lauderos, restauradores y también biólogos que requieran estos conocimientos. En este sentido estoy convencida que la vinculación nos ha dado experiencia no sólo en la investigación, sino el trabajo cercano a diferentes sectores asociados con la madera, principalmente. A nosotros nos interesa que los usuarios de las maderas puedan contar con este entrenamiento. Ya hemos avanzado. Sabemos cómo empezar y queremos beneficiar a todo tipo de usuario, por ejemplo, becando a artesanos de comunidades indígenas para que tomen el diplomado. Esto sería una manera de sumar nuestros conocimientos a los que ellos ya tienen y nos comparten, por ejemplo, sus técnicas ancestrales. Esta formación llevaría a que los artesanos se apropiaran con mayor rapidez de conocimientos tecnológicos que, eventualmente, podrían ser muy útiles. Por ejemplo, los lauderos tienen saberes extraordinarios y aun así suelen consultarnos. En esas consultas tendríamos que extraer lo que les interesa de lo que sabemos. También estamos por diseñar una maestría en patrimonio cultural, bajo la premisa de que con la Botánica estructural se puede formar gente que se dedique al rescate del patrimonio cultural. Éste es el reto.

¿Cuál ha sido el proceso que la llevó a transferir sus conocimientos y qué papel juega en esta transferencia en el quehacer de su laboratorio de Anatomía Funcional y Biomecánica de Plantas Vasculares?

Para contestar esta pregunta voy a contarte dos historias de Arqueología experimental en las que hemos participado. La primera comienza cuando una restauradora me llamó para identificar el material de una canasta. Tomé una pequeña muestra y la llevé al laboratorio, donde hice los cortes y encontré que el cesto no estaba hecho ni con hojas ni con raíces, sino con un tipo de madera muy maleable. La cesta provenía de la cueva de la Candelaria en Cuatro Ciénegas, Coahuila. Estaba realizada con madera posiblemente de candelilla, pero al conseguir muestras y estudiarla la descarté. Con mi colega, la maestra Ana Teresa Jaramillo, decidimos ir al sitio de la cueva para buscar la planta. Encontramos la planta Sangre de Drago y la estudiamos, eran exactamente las estructuras de la madera de la canasta.

Los tallos que trajimos sirvieron también a la restauradora, Dra. Gloria Martha Sánchez Valenzuela, experta en textiles arqueológicos, fue quien reprodujo la técnica textil de las cestas en una suerte de Arqueología experimental, una historia tecnológica notable. Los objetos originales tienen un recubrimiento impermeable que los habitantes nómadas de la zona usaban para habilitar estos utensilios en la cocina y como contenedores de semillas y líquidos. Los nómadas pasaban el invierno en las cuevas de esta zona y el verano en bosques posiblemente de Durango, lo que supuso viajes con cargamentos en cestas de diversos tamaños. Conociendo la estructura y la fisiología de las plantas podemos entender los procesos bioculturales desde una perspectiva de redes de ciencias interconectadas.

La otra historia de arqueología experimental es la identificación del material soporte del Escudo Chimalli de Moctezuma, que se encuentra en el Museo Nacional de Historia. Fui invitada a tomar unas muestras del soporte y resultó que era otate (Otatea sp.). Esta identificación requirió comparar las muestras con tallos de bambús mexicanos conocidos, por lo que contacté a la Dra. Teresa Mejía Saulés, investigadora del Instituto de Ecología, A.C., en Xalapa, Veracruz. Con ella visitamos la finca de la hermosa familia Pale, quienes nos proporcionaron varias cañas, allí mismo las procesamos y extrajimos varillas similares a las del escudo. De regreso verificamos ambas estructuras, la de la planta conocida y la del escudo. Con la participación un grupo de estudiantes, realizamos una reproducción del soporte que fue expuesto en la Exposición Nacional “Chimalli, Tesoro de Moctezuma”. La manufactura se realizó con varillas (más de 350) de los tallos y tejiéndolas desde el centro. Para ello la mamá de una estudiante, artesana de Oaxaca, nos orientó sobre cómo debía realizarse el tejido. En todo el proceso participamos 12 personas, nueve estudiantes y tres profesores trabajando mes y medio. Durante este proceso construimos un tejido social donde el objeto se volvió un intermediario que fomentó la interacción entre los participantes.

Lo anterior quedó evidenciado cuando las responsables de la exposición nos pidieron que no concluyésemos el escudo para que sirviera como un objeto didáctico para el público. El sentimiento que permeó entre nosotros fue de tristeza, pues el objeto se había convertido en una experiencia social muy profunda y lo que sentimos fue la ruptura inmediata del tejido social, es decir, el experimento no sólo reprodujo el objeto, sino la forma de organización, el tejido social y las necesidades que tenían quienes lo hacían y quienes lo usaban. Conocimos en carne propia el significado de la construcción biocultural, su continuidad y su destrucción en un tiempo muy breve. Nuestro colectivo se nombró Chimalli-UAM-I, lo que me parece importante porque el colectivo construyó armonías, felicidades y también propició situaciones desagradables que se tuvieron que dirimir.

Una tercera experiencia de colaboración de otra índole, fue la de caracterización de las maderas de los muebles de taracea oaxaqueña para el Museo Franz Mayer, donde participamos con investigadores del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Con estas historias puedo decir que la Botánica estructural no sólo es una ciencia de la Biología, sino que trasciende fronteras, acercándonos a las ciencias sociales donde podemos participar en la reinterpretación de objetos del patrimonio cultural.

¿Qué obstáculos ha encontrado en la transferencia de conocimientos?

Esta pregunta la puedo contestar a partir de mi experiencia con el papel amate que comenzó con el análisis de unos códices de la bóveda del Museo de Antropología y culminó con un proyecto de Fonart en la comunidad de San Pablito, en la Sierra Norte de Puebla. Este pueblo es el único que manufactura el papel de corteza. La parte del proyecto que nos correspondió fue hacer el papel de corteza (amate) con métodos limpios, para intentar sustituir la sosa cáustica que se usa en el ablandamiento de las fibras. Diseñé un método que comenzaba con la fermentación de la corteza de jonote colorado (Trema micrantha), que es la que usan para hacer el papel, e inventé unas máquinas de piedra basáltica para machacar las fibras y ablandar.

Usamos diversos fermentos de frutos para experimentar y algunas técnicas prehispánicas. El método funcionó y el papel que se obtenía olía a la fruta del fermento, ya sea cítricos o café. El problema fue lo que tardaba el proceso. Éste fue el primer reto de la transferencia pues, aunque pudimos hacer papel de corteza limpio, no teníamos tiempo ni dinero. Los artesanos viven al día y deben producir muchos pliegos para satisfacer la demanda, entonces, aunque se desarrollen procesos limpios siempre te enfrentas a las necesidades inmediatas de la gente. Puedes tener incluso la patente (que acabamos de obtener en el IMPI) y transferir el conocimiento, lo que hicimos a partir de cursos con todo y la máquina que llevamos para mostrarles el proceso, pero el problema es la escala. También el que fuéramos mujeres no ayudó, a pesar de que seguimos sus reglas, los hombres sólo se integraron hasta que vieron que sí salía el papel. Otro problema fue hacer las máquinas, con nuestros propios recursos económicos no podíamos hacer la inversión para todos.

Un problema de la transferencia es identificar el conocimiento de valor, es decir, qué es significativo para la gente, qué quieren saber de los investigadores. Otro reto es hacer que los estudiantes se conviertan en intérpretes de los datos biológicos y puedan llegar a vincularse con otros grupos. Hacer diagnósticos y enseñarles a hacer diagnósticos. Ejemplo de lo anterior fue un trabajo que hice hace años para las aduanas, les dimos un curso a los inspectores para identificar las especies de maderas ilegales. La Semarnat, a través de la Conabio, logró, con el trabajo interdisciplinario en el que tuve la oportunidad de participar, proteger las especies maderables de Dalbergia vulnerables, en diferentes categorías de riesgo, en la NOM-059. Esa colaboración es transferencia.

¿Qué le ha dado la UAM a la doctora Quintanar y usted qué piensa que le ha dado a la UAM?

La UAM me cambió la vida, me permitió crecer como docente que para mí significa vincular la investigación con los jóvenes. En mi asignatura tratamos de interpretar la forma y la función de los tejidos vegetales, y con ello transmitir a los estudiantes visiones integrales de los fenómenos biológicos, esto es difícil actualmente porque casi han eliminado de los planes de estudio de la Licenciatura de Biología, las asignaturas formales como la Física o las Matemáticas. La UAM somos todos, profesores, estudiantes, administrativos y todos participamos en la construcción de nuestra comunidad uamera. El laboratorio ha formado mucha gente. También me ha dado la oportunidad de colaborar y discutir con mis colegas.

Yo creo que a la UAM le he dejado el esfuerzo de construir mentes críticas y disciplinadas. Como parte de esta idea de formar gente de campo, logré con mis propios recursos fundar una estación biológica que se encuentra en Valle de Vázquez, municipio de Tlaquiltenango, Morelos, para darles a los estudiantes la oportunidad de tener la experiencia del trabajo de campo.

 

*Universidad Nacional Autónoma de México
Contacto: mjsantos@sociales.unam.mx