Ortega y Soberón. In memoriam a dos paladines de la ciencia mexicana

HUGO ALBERTO BARRERA SALDAÑA *

CIENCIA UANL / AÑO 24, No.105, enero-febrero 2021

Es parte de nuestra cultura que a las figuras públicas que parten de este mundo les hagamos guardia de honor junto a sus féretros y presentemos a sus familiares nuestras condolencias. Pero ¿qué hacer cuando fenómenos naturales nos arrebatanesaoportunidad? Comocientíficosquesomosescribirlesunensayo, para confesar nuestra admiración y agradecimiento, a la vez que honramos su memoria.

Hace poco más de dos años falleció el Dr. Manuel Valerio Ortega Ortega, y el temblor de entonces en la CDMX interfirió con el homenaje al que planeé asistir. Recientemente le siguió el Dr. Guillermo Soberón Acevedo, y la pandemia de la COVID-19 nos impidió despedirle de acuerdo a esas tradiciones. Cada uno representaba lo mejor de esos dos excelsos ambientes donde florece la investigación: el Cinvestav y la UNAM; como si se tratara de capitanes de equipos deportivos, competían para demostrar quién aportaba –por cada peso de financiamiento público– más valor a la ciencia en nuestro país. De ambas instituciones he sido profesor de cursos y colaborador de investigadores, y ha sido como entretener “a melón y a sandía”.

Conocí al Dr. Ortega como beneficio colateral de la amistad que inicié y aún atesoro con Mireya de la Garza, esposa y asociada en su laboratorio del Cinvestav; amistad que inició por allá a finales de la década de 1970, cuando tuve la gran suerte de colarme al inolvidable curso de verano sobre genética microbiana que ella impartió en la Facultad de Ciencias Biológicas de la UANL, mi alma mater, donde cursé la carrera de Biología y como la mitad de las asignaturas que llevan los químicos bacteriólogos parasitólogos, mejor conocidos como QBP, pues quería convertirme en bioquímico, para lo que su curso para estos últimos me vino como “anillo al dedo”.

Quizá porque Mireya siempre ha impulsado a los jóvenes, de la mal llamada provincia, en sus aspiraciones de emprender una carrera científica, ella me abrió las puertas a ese mundo maravilloso de la ciencia del más alto rigor en México, que es el Cinvestav, presentándome con sus consagrados profesores, entre los cuales el Dr. Ortega (QBP por la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del IPN y doctorado en el prestigiado Massachusetts Institute of Technology) sobresalía por sus famosas clases del metabolismo intermediario, dadas las cuantiosas rutas metabólicas que habría que integrar y que él se sabía de memoria. También, por su habilidad sin igual como servidor público apoyando la ciencia y su descentralización.

Conocí a Guillermo Soberón Acevedo (médico por la UNAM y doctor en Bioquímica por la de Wisconsin) a mediados de la década de 1980, cuando regresé a México tras mis estudios de posgrado en el extranjero y me instalé en la Facultad de Medicina de la UANL. Como llegué justo un par de años después de la devaluación de 1982, mi urgencia por encontrar recursos crecía, pues sin éstos hacer ciencia de frontera en aquel rincón de la patria se convertía en un reto verdaderamente quijotesco. Pero gracias a otra amiga, Lydia Aguilar (con quien coincidí en la Universidad de Texas, en Houston, y quien a su regreso a nuestro país se incorporó a la Fundación Mexicana para la Salud), me enteré de las convocatorias de apoyo a la ciencia de esta singular Fundación. Misma que el Dr. Soberón había fundado y presidía en esa época, sometiendo propuestas con pocos resultados, pues dichos programas cambiaban cada rato, llegando un servidor a rebautizar a esta institución como la Frustración Mexicana para la Salud.

El Dr. Ortega me honró con su amistad. Promovió siempre mi carrera, me abrió innumerables puertas para ir tras los tan ansiados recursos para mis proyectos de investigación; tanto desde la Subsecretaría de Educación e Investigación Tecnológica de la SEP, como desde la Dirección del Conacyt, él me señalaba donde los hubiera; el pelear por ellos me tocaba a mí. Él y Mireya me alojaban en su casa cada vez que viajaba a la CDMX en mi incansable cruzada en busca de fondos para investigar y requería de pernoctar. Tras una amena cena que departía con Mireya, seguía la sobremesa con él, compartiéndome sus vivencias en la política mexicana, como quien busca aconsejar a un hijo. Vino, música clásica y secretos incontables de hasta presidentes, desfilaban en esas inolvidables veladas.

Llegar al Dr. Soberón fue más difícil, pues entre su ciencia y la mía se interponían largas filas de políticos y empresarios; se trataba de un hombre de ciencia, cuyas intenciones por servir a la patria eran sinceras, sin embargo, una vez lograda su empatía, por la franqueza y sinceridad de nuestras intenciones, te tendía su mano para siempre, tal como lo hizo conmigo. Tres sucesos contribuyeron a ello: primero, los empresarios de Nuevo León socios de Funsalud me invitaron a ser su coordinador técnico. Segundo, tras la suerte de arrancar mi laboratorio con éxito en la UANL, me ubicó y siempre me invitaba como experto en Biología Molecular en los comités que integraba cada vez que arrancaba un proyecto, como fue el caso del Consorcio Promotor del Instituto Nacional de Medicina Genómica.

El tercer suceso, el cual creo fue el que acabó por convencerle para adoptarme como su protegido (a pesar de nunca haber tomado clases con él), se dio al enterarme, a través de mi amigo el Dr. Antonio Velázquez, que el Dr. Soberón vendría a una reunión en el Hospital Universitario de mi alma mater. Le pedí su intercesión para entrevistarme con él, pero me aclaró que sería prácticamente imposible, debido a su apretada agenda. Acudí al evento y cuando noté que aquél se dirigía al baño, le seguí y en el mingitorio adjunto me presenté y le pedí que me recibiera en Funsalud en mi próximo viaje a la CDMX, a lo cual accedió.

Este incidente pensé que le pasaría inadvertido, pero un par de años después, cuando Julio Frenk, en su calidad de secretario de Salud vino al Hospital, le puso como condición a mi director que no me dejaran seguirlo al baño.

Tempranamente se me etiquetó como «necio» por mi empeño en desarrollar la investigación biomédica por mi cuenta y lejos de esos dos grandes templos de la biomedicina en México: el Departamento de Bioquímica del Cinvestav (del cual Ortega fue uno de sus fundadores), y el equivalente del ahora Instituto Nacional de Ciencias Médicas y de la Nutrición “Salvador Zubirán” (que el Dr. Soberón fundó). Y para acabarla de amolar, desarrollarla en donde aparte de que no había ni laboratorio, ni programa de posgrado, ni suficiente financiamiento, ni auxiliares entrenados, tampoco había figuras de la talla de estos paladines de la ciencia para auxiliarme. Pero honestamente, es mi sentir que el que estos dos titanes impulsores de la investigación biomédica y médica en nuestro país, respectivamente, me adoptaran como su protegido, aconsejándome y abriéndome puertas, mucho pesó en el éxito de mi osada hazaña.

A Mireya y su hija Xóchitl ya les presenté mis condolencias; lo mismo hice con mi también amiga Gloria Soberón. Vaya este ensayo como tributo a esos dos paladines de la ciencia que partieron sin haber podido despedirles frente al vehículo a su última morada. Nunca les olvidaré.

*Universidad Autónoma de Nuevo León y Vitagénesis, S.A.
Contacto: habarrera@gmail.com